Ella
me preguntó dónde estaba, en realidad, que era lo que veía, honestamente hubiese preferido una carta pero el
romanticismo llegó a mi generación en forma de celular. Le dije que el aire
olía a sonrisas y que podía sentir el calor en ese mismo momento penetrando por
mis poros y succionándome el interior. No creo que me haya creído y la
entiendo, suelo exacerbar mis descripciones. Supo susurrar algo que no llegue a
entender, el ruido a mi alrededor era superador por así decirlo. Le dije que la
amaba, que la extrañaba y que todas las noches pensaba en ella. Tú más que
nadie debes saber que aquí los mundos se mezclan, interactúan de una forma
singularmente extraña, chocan, se colapsan y se reconstruyen de manera
simétricamente imposible. De todos modos, no hay forma de escapar, nadie escapa
de ningún lugar, incluso saliendo de estos muros. En realidad, me preguntaba si
por las noches todavía me extrañaba, si seguía enamorada de ese muchacho que
había sido lo suficientemente estúpido para caer en prisión. Luego el llanto,
necesario y voraz, sentido por dos corazones que ya no laten en simultaneo. Es
algo difícil de afrontar, créelo, demasiado difícil de afrontar. Aun así, no me
arrepiento. El arrepentimiento es casi tan inútil como el egocentrismo en el
amor. Necesario dirás, tal vez, pero evitable. Cuando ella me lo contó por primera vez no dió demasiados detalles al respecto, fue más un desahogo que una
confesión. Su nombre y dirección tarde varios meses en averiguarlos, a partir
de ahí, todo fue más fácil. Tuve unos dos meses de planificación y otros dos
para entrar en valor. Es duro enfrentar los propios miedos. Luché con la idea
de ir a la cárcel, la de una golpiza feroz, hasta con la idea de una posible
muerte. Todo era un argumento perfecto
para hacerlo. Morir por algo, luchar por algo, creer en algo. Una militancia de
honor, diría. No podría rehusar que la guerra interior existía. Era intensa y
clara. ¿Valía la pena arriesgar mi libertad por lavar su pasado? Mi cabeza era un
alboroto de planes y mi corazón uno de sentimientos que no me animaría a
describir. ¿Es posible describir un sentimiento? no creo, pues. Que pregunta
más estúpidamente poética y vulgar. ¿No crees? Lo que sí creo es que el 25 de
octubre pasado, tomé la navaja de mi padre, un palo de igual tamaño que mi
brazo y en un santiamén acaté la decisión más grande y estúpida de mi vida. En
la distancia concibo algunos recuerdos, poco nítidos y algo difusos. El quiso
devolver el golpe, no cayó como lo esperaba, se abalanzó sobre mí y con su
antebrazo ahogaba mi cuello. Los pastos estaban mojados y la tierra húmeda.
Recuerdo aquel olor. Opaco y oscuro. Era de noche y nadie andaba por las vías a
esa hora. Él tenía que pasar a las 22.30 y no se retrasó ni un minuto. Tomé una
gran bocanada de aire y me dije a mi mismo que hacia lo correcto, palpé la
navaja para asegurarme que estaba allí, mis manos temblaban. Ahí supe por
primera vez en mi vida lo que era miedo. Pronuncie su nombre en un mero acto de
romanticismo. Parecía más grande de lo
que aparentaba a la distancia. Siempre lo había visto por la vereda
contraria. Lo golpeé duro y por la espalda, en una acción tan cobarde como su
accionar hacia ella. Esos crimines no condenados, yo los condenaría, esa noche
seria juez y verdugo. No me arrepentiría, no sentiría culpa, eso era seguro. El
me vió directo a los ojos, con esas miradas llenas de odio. Su saliva se
escurría por mi rostro. Suponiendo que debía conocerme, intentó decir algo, con
esa voz tan grave y sumisa como la de su propia hija, que no llegué a entender.
La navaja tocó fondo y se llevó su vida y mi libertad. Corrí hasta la playa.
Tiré mi camisa al mar, me sumergí en el agua para sacarme los rastros de sangre
que el bastardo había escupido en mi cara. Nadé hasta la escollera y lloré de
emoción y de tristeza. Una lección se había transformado en una condena. Esos
momentos fueron realmente un jubilo confesionario, muchas cosas atravesaron mi
cabeza pero una se estancó en ella, la certeza de justicia. Cuando abrí los
ojos, mi amigo me estaba jalando del hombro, sus gritos estaban apagados en mi
cabeza, parecía desesperado, mucho más
de lo que yo se suponía debía estar. Lloraba mientras pisaba el acelerador.
Frenó en alguna esquina oscura y dijo que él podía solucionar todo, que podía
arreglarlo, por supuesto no le creí. Acababa de matar a una persona, ¿puedes tu
explicarme como se soluciona aquello? Supongo que alguna respuesta tienes en tu
mente. Piénsalo, había extinguido una vida, asquerosa y repugnante, pero una
vida al fin de cuentas. No quiero caer en la premisa de jugar a ser dios pero,
te debo confesar, que lo sentí por un momento y créeme que lo sentirás tú
también. Es algo pequeño, efímero pero
ponderoso. En tus manos se diluye una existencia, y logras sentir como las
bocanas de aire se acallan poco a poco hasta que tropiezan
con la parca frente a frente. Y tú te sientes esa parca. Esa extraordinaria
fuerza sobrenatural capaz de arrebatar una vida, eso eres tú.
Me
dejó en casa y me acosté sabiendo que quizás sea el último día en aquella cama.
Aceptando lo que había hecho, abrazando mi destino. Los momentos más reflexivos
del hombre se suceden solo en situaciones extremas, en el dolor, la pena o la
muerte. Por la mañana la llamé y le dije que la amaba y que me perdone. Pero
que no sentía lo que había hecho. Claro,
ella no entendió nada hasta el mediodía, la policía le dijo que su padre
había sido encontrado muerto en las vías del tren. Todos sabemos que el amor
depara en edenes e infiernos tan terrenales como imaginarios. Mi idea de amor
no es una especie de reconocimiento sobre el sentimentalismo que uno puede
oprimir en su pecho, por el contrario, el amor es sobre dictámenes, acciones
genuinas de entrega certera. Heme aquí, encerado, pero consecuente de lo que el
amor es capaz de lograr. Muchas veces me levanto pensando en ella. Era
realmente hermosa. Esa perfecta combinación de dulzura y malicia.El
juicio fue corto pero determinante. Pues sabes que matar a un policía, no es
algo visto con buenos ojos aquí, ni en ningún otro lugar del mundo. Tú eres mi
primer compañero de celda en casi cinco meses, el silencio puede ser aterrador
a veces. Uno llega a plantearse las mismas cosas una y otra vez. Se a lo que
has venido y créeme que este monologo no es una especie de suplica. Ya te he
dicho, no estoy arrepentido y la cuchilla que llevas escondida en la manga pude verla desde que te sentaste en la cama.
Cuando lo hagas recuerda bien, que no estoy arrepentido. Que mientras me mires
y escupa mis últimos suspiros en tu cara, recuerda que yo tampoco estoy
arrepentido.
Por Germán Rodriguez
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