viernes, 3 de junio de 2016

Mujer y Socialista

Ser Mujer y Socialista en 1932 no era algo común, ni siquiera tolerable, pero los dioses no definen nuestros pensamientos, somos, pese a quien le pese, nosotros mismos  quienes lo hacemos. Gladys tras dejar atrás el luto por el asesinato de su marido, volcó su vida, o al menos lo que quedaba de ella, a la militancia.  En la navidad de ese año, rompió el estado de sitio, y fue detenida por “desacato a la autoridad” en aquel calabozo de la comisaria dieciséis de Ramos Mejía conoció a Augusto Casey, un enfático defensor de las doctrinas Trotskistas, que a través de su cínico convencimiento, la introdujo en las entrañas del Partido Socialista. Augusto era hijo de uno de los socios fundadores de Jockey Club, su infancia trascurrió en gran parte en las veredas de la sede social de la calle Florida, allí fue donde se le promovió la distinción de clase y la marginación a la mujer. El falso moralismo de su padre y la actitud permisiva y pasiva de su madre lo llevaron a involucrase de muy joven en la política. Entusiasmado por las impactes noticias que llegaban de la Rusia Leninista, comenzó a militar en el Partido Socialista de Buenos Aires.

 Poco a poco se sumergió de lleno en la vida militante, el Marxismo le mostró una visión más contemplativa de la realidad. Enajenado por sus ideales, abandonó el hogar materno un quince de mayo en busca de una independencia menos discursiva. Por ese entonces la ciudad se había convertido en un espacio intolerable para la protesta social, las represiones eran moneda corriente y cada vez cargaban más y más muertos. A raíz del asesinato de su esposo, el odio de Gladys hacia las instituciones gubernamentales, de las que nunca estuvo del todo de acuerdo, creció desmesuradamente. A través de su petulancia filosófica y su vocabulario de grueso calibre adquirido en los monasterios locales en los que se crio, solía involucrarse en discusiones demasiado peligrosas para su época y género. Su amistad con Augusto crecía día a día y solían encabezar juntos las reuniones de círculo de su regional.La melancolía puede ser dividida en varios eslabones, pero ninguno de ellos podría describir la crisis interna en la que Gladys se sumergía cada vez que cerraba los ojos e imaginaba  a su esposo vistiendo un uniforme contra el cual ahora peleaba. Imaginaba a su esposo reprimiendo a las clases baja, abusando de su poder, lo veía como cualquier otro militar. Abusivo y corrupto. Esas sensaciones infranqueables que abordan las contradicciones de una vida en jaque eran las fortalecían su lucha. Gracias a un cumulo de desaciertos en una de las huelgas obligadas de 1931, Gladys protagonizó un infortunado accidente en el que Augusto junto a dos de sus compañeros, perdería la vida y ella dejaría la militancia activa para siempre. No más “clase contra clase” para ella. Pero eso sería tan solo otra arista del verdadero problema, perseguida por el estado, decidió mudarse al campo y vivir en el exilio. Se hacía llamar Marcela y mentía desordenadamente sobre su pasado, solía decir que su padre era un aristócrata y que dé él había heredado el gusto por la vida campestre. El paso del tiempo en soledad le produjo trastornos exuberantes  para su época. Primero comenzó a dilucidarse como una diferente persona y luego a convivir con diferentes personalidades. Un médico rural le había diagnosticado una  especie de esquizofrenia prematura. Le dijo que con la medicación correcta los brotes iban a desaparecer con el tiempo pero ella se negó rotundamente a ir a la ciudad a realizarse un análisis más profundo. 

A fines de 1932 mientras Gladys se  trasformaba en una experta en el labrado de la tierra y en los cuidados de las vacas y gallinas del lugar, el intento militar de una sublevación masiva y derrocamiento del Presidente Agustín Justo encabezado por el Coronel Atilio Cattáneo y el Mayor Regino Lascano fracasaba y la persecución al Radicalismo aumentaba de sobremanera produciendo tantos exilios como asesinatos. 

Todos los fines de semana, Ayelen Prias, la hija de un matrimonio vecino, la ayudaba en el aseo y el mantenimiento. Poco a poco se convirtieron en amigas inseparables y las visitas a la finca pasaron de un par de días a la semana a varias horas diarias. Con ella fumó su primer cigarrillo de marihuana y compartió las infidencias más dolorosas de la muerte de su esposo. Ayelen, vivía con su madre y sus abuelos, dueños de una cantidad exagerada de hectáreas en la zona oeste de la provincia, en un entorno demasiado conservador. Ella no había conocido a su padre, ya que previo al casamiento con su madre fue encontrado acuchillado en las puertas de un bar. Recluida la mayoría del tiempo en la casa, su único pasatiempo era fumar la marihuana que conseguía en sus escapas clandestinas a la cuidad. Con la excusa de una prestación laboral, escapaba con su nueva amiga a emborracharse a bares sucios atestados de peones y capataces locales, que no las dejaban pasar desapercibidas. La joven viuda solía usar camisetas apretadas que le marcaban sus exuberantes senos, pantalones ceñidos de tiro alto que le sobresaltaban los muslos y un pañuelo rojo que le sostenía el cabello por sobre los hombros. Su amiga, en cambio, vestía más acorde a las mujeres época, siempre con polleras ajustadas a la cadera que le bordeaban las pantorrillas o vestidos floreados, con mangas angostas que apenas permitían ver algo de piel. Mientras los síntomas de Gladys se agravaban con el paso del tiempo, su vecina contraía un matrimonio obligado con Carlos Mendoza, hijo de uno de los estancieros más importantes del país.  El nuevo marido de Ayelen era poco más que un déspota, un retrato mediocre de su padre. Como todo hijo de la burguesía tenía una mirada pedante sobre los trabajadores del campo y por ende de su vecina, la viuda pobre de la finca continua. Le tenía absolutamente prohibido juntarse con – esa lesbiana de mierda –  solía decirle. Todos los sábados Mario junto a sus amigos, los jóvenes más pudientes de la alta sociedad rural, incursionaba a la ciudad en busca de satisfacer sus más bajos instintos. Bajo ninguna circunstancia olvidaba cerrar con candado la pieza matrimonial en la cual dormía su esposa. Algunas noches, mediante cuerdas que supo esconder en el armario, escapaba a los brazos de su vecina, la única que oía sus lamentos. Le hizo prometer a Gladys que huirían juntas, que abandonarían esas tierras fértiles en machismo y  se lanzarían a la aventura de  conocer las costas del Ecuador y las selvas amazónicas. Sonriendo soñaban con un futuro que sabían, no iban a poder cumplir.Hasta que un día, no aguantó más y cuando los últimos rayos de sol desaparecían por sobre la sierra,  la encontraron ahorcada en el establo donde solía escabullirse a fumar. En su bolsillo había una carta dirigida a su única amiga.


Capitulo decimo de la novela Participes de lo impune


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