jueves, 30 de junio de 2016

Traiciona Quito

El dinero se le escurría tanto por los bolsillos como por la boca. Disfrutaba de un placer que solo otorga la retórica discursiva del capital. Caminaba con el pecho en alto, con ese añorado respeto que apenas el burgués conoce.
El calor golpetea a Quito al igual que lo hace el imperialismo. Porque la raza se traiciona, se rebaja, se mestiza. Perdiendo la batalla de lo autóctono mientras se revela omnipresente en un mundo que no conoce.
Los millonarios cantan. Cantan cuando nadie más lo hace. Afinan a la perfección la corrupción del estado. Por eso el andaba feliz, contento y cantado cuando lo metieron de un golpe a la camioneta. Estará en primera plana, pensaba mientras se retorcía en el piso. El llamado no se hizo esperar, como la negación y la tortura, esparcida por los verdaderos segregados del sistema.
– No se negocia con terroristas – dictaba Salvador, su hermano, ante la desesperación de una esposa, que ya no vería a su marido, ni a los viernes de póquer a las afuera de playa rosada, ni el fulgor opulento de una vida pudiente.
Los estratos sociales se agrietan en silencio, sin que nadie lo note. Se descascaran lentamente. Agujereándose de la misma manera que lo hace el ser humano.
Pero el despotismo absurdo de un primate amasado por una civilización individualista traiciona también. Como traiciona Salvador y la patria. Ahora, ya nadie saldrá en primera plana.

Por German Rodriguez



jueves, 23 de junio de 2016

Arbol

Imagina un árbol, viejo y marchito. Triste como una hoja cayendo en otoño. Luego pasa suavemente la soga por tu cuello, de tal manera que no notes la atadura. Cuélgate. Déjate ahí. Solo, tan solo como puedas dejarte. Algún día quizás puedas bajarte. Si no puedes, si con todas tus fuerzas no logras descolgarte, quizás el nudo fue demasiado para ti o tal vez nunca fuiste merecedor de la fuerza que desate a tu propio corazón. El árbol tendrá seguramente viejas marcas de antiguos enamorados, puede que ellos hayan podido soltarse o, al menos olvidar de que han sido colgados en primer lugar. Por alguien del que ya no recuerden su rostro, siquiera su nombre. O vivirán colgados, sostenidos por la misma rama, bajo la misma oscura sombra, tras el mismo destino resignado de los no amados.

Los años pasaron hasta que levantaste la mirada y te encontraste nuevamente en aquel paisaje desolado. Solo. Abandonado como siempre has estado. Exacerbando la memoria, traicionando cada sentimiento, recordando muecas olvidadas. Las mesetas de tierra se habían acumulado de tal manera que ya no podías ver tu cuerpo. Apenas el filo de la soga que apretaba las venas. Pese a contemplarte al borde del abismo, no pensaste en ayudarte. Ya era tarde, siempre lo fue. Entonces reíste. Reíste de tal manera que las lágrimas invadieron tus ojos por que entendiste, finalmente comprendiste, que en aquel moribundo sauce yacía todo lo que quisiste ser.

Ahora imagina otro árbol, igual que el anterior con las mismas viejas raíces y la misma copa despoblada. La única diferencia entre este árbol y aquel, es que ya no te encuentras colgado. Que pudiste descolgarte, que pese al frió y al dolor pudiste sacar la soga de tu cuello. Tan solo para darte cuenta que no hay nadie abajo. Que nadie espera en ningún lugar y saber que es preferible vivir atado a una ilusión que suelto en la soledad de la desesperanza.

Aquella  tarde sin darte cuenta volviste a pasar la soga por tu cuello.

Por German Rodriguez


sábado, 18 de junio de 2016

Premisa

Ella me preguntó dónde estaba, en realidad, que era lo que veía, honestamente hubiese preferido una carta pero el romanticismo llegó a mi generación en forma de celular. Le dije que el aire olía a sonrisas y que podía sentir el calor en ese mismo momento penetrando por mis poros y succionándome el interior. No creo que me haya creído y la entiendo, suelo exacerbar mis descripciones. Supo susurrar algo que no llegue a entender, el ruido a mi alrededor era superador por así decirlo. Le dije que la amaba, que la extrañaba y que todas las noches pensaba en ella. Tú más que nadie debes saber que aquí los mundos se mezclan, interactúan de una forma singularmente extraña, chocan, se colapsan y se reconstruyen de manera simétricamente imposible. De todos modos, no hay forma de escapar, nadie escapa de ningún lugar, incluso saliendo de estos muros. En realidad, me preguntaba si por las noches todavía me extrañaba, si seguía enamorada de ese muchacho que había sido lo suficientemente estúpido para caer en prisión. Luego el llanto, necesario y voraz, sentido por dos corazones que ya no laten en simultaneo. Es algo difícil de afrontar, créelo, demasiado difícil de afrontar. Aun así, no me arrepiento. El arrepentimiento es casi tan inútil como el egocentrismo en el amor. Necesario dirás, tal vez, pero evitable. Cuando ella me lo contó por primera vez no dió demasiados detalles al respecto, fue más un desahogo que una confesión. Su nombre y dirección tarde varios meses en averiguarlos, a partir de ahí, todo fue más fácil. Tuve unos dos meses de planificación y otros dos para entrar en valor. Es duro enfrentar los propios miedos. Luché con la idea de ir a la cárcel, la de una golpiza feroz, hasta con la idea de una posible muerte. Todo era un  argumento perfecto para hacerlo. Morir por algo, luchar por algo, creer en algo. Una militancia de honor, diría. No podría rehusar que la guerra interior existía. Era intensa y clara. ¿Valía la pena arriesgar mi libertad por lavar su pasado? Mi cabeza era un alboroto de planes y mi corazón uno de sentimientos que no me animaría a describir. ¿Es posible describir un sentimiento? no creo, pues. Que pregunta más estúpidamente poética y vulgar. ¿No crees? Lo que sí creo es que el 25 de octubre pasado, tomé la navaja de mi padre, un palo de igual tamaño que mi brazo y en un santiamén acaté la decisión más grande y estúpida de mi vida. En la distancia concibo algunos recuerdos, poco nítidos y algo difusos. El quiso devolver el golpe, no cayó como lo esperaba, se abalanzó sobre mí y con su antebrazo ahogaba mi cuello. Los pastos estaban mojados y la tierra húmeda. Recuerdo aquel olor. Opaco y oscuro. Era de noche y nadie andaba por las vías a esa hora. Él tenía que pasar a las 22.30 y no se retrasó ni un minuto. Tomé una gran bocanada de aire y me dije a mi mismo que hacia lo correcto, palpé la navaja para asegurarme que estaba allí, mis manos temblaban. Ahí supe por primera vez en mi vida lo que era miedo. Pronuncie su nombre en un mero acto de romanticismo. Parecía más grande de lo  que aparentaba a la distancia. Siempre lo había visto por la vereda contraria. Lo golpeé duro y por la espalda, en una acción tan cobarde como su accionar hacia ella. Esos crimines no condenados, yo los condenaría, esa noche seria juez y verdugo. No me arrepentiría, no sentiría culpa, eso era seguro. El me vió directo a los ojos, con esas miradas llenas de odio. Su saliva se escurría por mi rostro. Suponiendo que debía conocerme, intentó decir algo, con esa voz tan grave y sumisa como la de su propia hija, que no llegué a entender. La navaja tocó fondo y se llevó su vida y mi libertad. Corrí hasta la playa. Tiré mi camisa al mar, me sumergí en el agua para sacarme los rastros de sangre que el bastardo había escupido en mi cara. Nadé hasta la escollera y lloré de emoción y de tristeza. Una lección se había transformado en una condena. Esos momentos fueron realmente un jubilo confesionario, muchas cosas atravesaron mi cabeza pero una se estancó en ella, la certeza de justicia. Cuando abrí los ojos, mi amigo me estaba jalando del hombro, sus gritos estaban apagados en mi cabeza,  parecía desesperado, mucho más de lo que yo se suponía debía estar. Lloraba mientras pisaba el acelerador. Frenó en alguna esquina oscura y dijo que él podía solucionar todo, que podía arreglarlo, por supuesto no le creí. Acababa de matar a una persona, ¿puedes tu explicarme como se soluciona aquello? Supongo que alguna respuesta tienes en tu mente. Piénsalo, había extinguido una vida, asquerosa y repugnante, pero una vida al fin de cuentas. No quiero caer en la premisa de jugar a ser dios pero, te debo confesar, que lo sentí por un momento y créeme que lo sentirás tú también.  Es algo pequeño, efímero pero ponderoso. En tus manos se diluye una existencia, y logras sentir como las bocanas de aire se acallan poco a poco hasta que tropiezan con la parca frente a frente. Y tú te sientes esa parca. Esa extraordinaria fuerza sobrenatural capaz de arrebatar una vida, eso eres tú.
Me dejó en casa y me acosté sabiendo que quizás sea el último día en aquella cama. Aceptando lo que había hecho, abrazando mi destino. Los momentos más reflexivos del hombre se suceden solo en situaciones extremas, en el dolor, la pena o la muerte. Por la mañana la llamé y le dije que la amaba y que me perdone. Pero que no sentía lo que había hecho. Claro,  ella no entendió nada hasta el mediodía, la policía le dijo que su padre había sido encontrado muerto en las vías del tren. Todos sabemos que el amor depara en edenes e infiernos tan terrenales como imaginarios. Mi idea de amor no es una especie de reconocimiento sobre el sentimentalismo que uno puede oprimir en su pecho, por el contrario, el amor es sobre dictámenes, acciones genuinas de entrega certera. Heme aquí, encerado, pero consecuente de lo que el amor es capaz de lograr. Muchas veces me levanto pensando en ella. Era realmente hermosa. Esa perfecta combinación de dulzura y malicia.El juicio fue corto pero determinante. Pues sabes que matar a un policía, no es algo visto con buenos ojos aquí, ni en ningún otro lugar del mundo. Tú eres mi primer compañero de celda en casi cinco meses, el silencio puede ser aterrador a veces. Uno llega a plantearse las mismas cosas una y otra vez. Se a lo que has venido y créeme que este monologo no es una especie de suplica. Ya te he dicho, no estoy arrepentido y la cuchilla que llevas escondida en la manga  pude verla desde que te sentaste en la cama. Cuando lo hagas recuerda bien, que no estoy arrepentido. Que mientras me mires y escupa mis últimos suspiros en tu cara, recuerda que yo tampoco estoy arrepentido. 

Por Germán Rodriguez


sábado, 11 de junio de 2016

En Cusco

En Cusco el mundo gira diferente, se mantiene cuadrado con incipientes precipicios por los lados. Los santos pasean y marchan en la octava de una ciudad que no extradita sus creencias y los nenes se visten de gala para cargar y servir sobre sus hombros a las figuras que durante siglos los traicionaron. Se caen y se vuelven a levantar porque eso les enseñaron. A Resistir.
 Con siete años Carlos Andrés vende sus crucecitas en la Plaza de Armas y la experiencia le escupe la cara y el frió le eriza los cachetes. Mientras Ollantay
sigue llorando, con los pies en el río clamando un perdón impune.
Todos cantan y bailan porque es domingo. Porque se olvidan un poquito de todo. Y allí está el, con sus crucecitas y los pies hinchados, empapado de vergüenza, victima ejemplar de una vida abandonada. Las catedrales se erigen en pie como centinelas de piedra y frente a todos, el falso divino señor vigila de cerca que nadie le falle al Espíritu Santo de la codicia y la ambición.
-Tome mi chibolito, por si la fe le falla – le dijo su abuelito y le entregó su primer cuchillo. Porque en Cusco, la fe suele fallar. Los malandras no visitan el mercado, ni el baratillo. Profanan tradición desde los barrios altos. Condenados por sus propios libertadores. Explotadores de explotados. Arrodillados indemnes ante las astucias generacionales del patrón. Callados y soportando el abuso. Interiorizando vehementemente la sumisión clasista que los hunde en los eslabones perdidos de la globalización. Cargando con sus mantas recuerdos que se olvidaran en el último piso de una oficina espejada. La mamita le abraza y le extiende una mano.   – ¿Cómo le fue mijo?- Pregunta entre frazadas y ollas. Sabe que hoy tampoco la comida alcanzara para todos.
Las balas en los conventillos, son rasguños en la historia de un pueblo que se cansó de pelear. Que se entregó a un sistema que solo lo ve como una postal. Como una fotografía barata. Como una cabrita en la sierra. Como un chiquito vendiendo crucecitas.
Pero los niños ríen en Cusco y en todos lados. Por qué entienden un poquito más que todos nosotros. Ellos saben que todo es mentira. Que el mundo no es más que una pirámide de cartas, milimétricamente construida que, tarde o temprano, se va derrumbar.

Por Germán Rodriguez.




miércoles, 8 de junio de 2016

El duro oficio de explicar frustraciones


Todos en el pueblo sabían quién era Tomas Albarenque, sabían que era un hombre rudo y de pocas palabras. También sabían que era viudo y  que no tenía hijos y que  solía emborracharse los viernes por la tarde en la taberna del centro.
Los campesinos admiraban su pulcritud e intelecto por eso acudían a él tanto por concejos existenciales como por maniobras para arreglar la mesada de la cocina. Tomas rondaba los sesenta años y su físico lucia demasiado desmejorado para su edad. Pese a las recomendaciones de su médico solía involucrarse  en peleas callejeras o delitos menores que perjudicaban su ritmo cardíaco.
Los niños lo respetaban por su destreza con los naipes y los adultos por su facilidad de palabra. Tomas solía sentarse en la plaza a dar charlas abiertas sobre el Taoísmo, las  reglas milenarias del oriente o la formación de Gimnasia Esgrima de la Plata en el campeonato del ´55. Siempre acompañado de una botella de vino y de su perro, Poe. Poe era un lazarillo callejero que hacía caso omiso a todas las palabras de su dueño excepto a “die” donde el can al escucharla automáticamente sobreactuaba una muerte repentina.

-          Si pudieras vender tus sueños ¿lo harías? – preguntó al niño, de no más de ocho años, que lloraba en la vereda.
-           
El jovencito rápidamente afirmó con la cabeza mientras secaba las lágrimas con la manga de su camisa.

-          Toma entonces esta moneda y ve a comprar aquella chapita que tus padres te  han negado. Pero recuerda que por la noche ninguna imagen te visitara. Ya no tendrás sueños. Tus sueños serán míos como tuya será aquella chapita. ¿Tenemos un trato?

El niño abrió sus ojos pero no se animó a tomar la moneda de entre las manos del filósofo callejero.

-          Piensa pequeño ¿Existe el mundo si no lo vemos? –  dijo recurriendo a filosofía barata de revista del corazón. ¿Existen los sueños sino los soñamos?- Con un breve movimiento la moneda desapareció de la palma y apareció entre sus dedos -¿Quieres aun tomar esta moneda, niño?  ¿Dicen que soñar por las noches es lo que evita que nos volvamos locos? Yo hace mucho tiempo que ya no sueño.

            El niño no tardó en correr a su casa.

La oscuridad de la noche era compensada por la inesperada alta, demasiado alta temperatura. Serio, sin sonreír. Entró a la Taberna de Don Ernesto y ubicado en su ya habitual lugar al borde de la barra. Pidió dos cervezas.

- Esos efímeros momentos espontáneos. – Dijo al hombre detrás del mostrador- Aquellos que parecen perfectamente planeados ya que son inmejorables. ¿La vida son aquellos pequeños trocitos de felicidad divididos en anaqueles de normalidad? ¿Quiere la felicidad? Pues, ve buscala en los recuerdos efímeros, en aquellas exageraciones y vanidades que nunca existieron, y entonces pregúntese ¿Por que las creamos en primer lugar?, pues claro, simple, son estas ilusiones las que dan vida a lo que nunca fue. ¿Lo ve?

-          Son doce pesos, eso veo.

-          Los recuerdos no existen, nunca existieron ¿No lo ves?

-          Son doce pesos – Repitió haciendo gala de su habilidad para limpiar la barra.

-          Sírvase. – Musitó mientras le estrechaba la mano al mozo – Hoy Raúl, le voy a pagar con palabras, le diré algo que le servirá mucho más que los doce pesos que le adeudo. Le aconsejaré y solucionaré cierta parte de su existencia. ¿Acepta?

-          No, dame la guita Tomas.

-          No, no te doy nada.

-          Tomas, si no me das la gui….

-          Yo se – balbució hermético y evasivo -  en que avenida converge su soledad.

-          En la avenida de la puta que te parió converge. Ahí.

-          Se porque, no visita a su madre en el asilo y por que su señora escapó del pueblo. Se que….

-          ¿Que mierda sabes vos? Mira como estas vestido, todos se te cagan de risa en el pueblo. Sos un viejo zaparrastroso.

-          ¿Viejo zaparrastroso., yo? A mi la gente se me acerca a escucharme  hablar, vienen por consejos, para saber cosas.

-          Se te cagan de risa. Eso hacen.

-          ¿Vos sabes quien era el centrofobal de Gimnasia en el metropolitano del 56?  O ¿Quien era Antonio De Mare? ¿eh sabes? No, seguro que no, por que no sabes un carajo. ¿Ni debes saber quien era Groucho Marx?

-          No… Me importa un carajo Graucho o Graucha.  Y si los cagaba a goles a todos, me importa un carajo también. – Amenazó mientras se arremangaba la camisa -Dame la guita por que te voy a cagar a trompadas.

-          No, no te doy nada.

-          Ándate a la mierda. Volá de aca.  Y haceme el favor y  métete las palabras y  a Graucho y a Graucha en el culo.


-          ¿Sabes que? Se también por que tu mujer te engañaba con…..



En una infinitesimal fracción de segundo y sin incurrir en analogías forzadas ni en complejos  argumentos, Raúl le aplicó un cross de derecha que impacto sin escalas previas en la mandíbula del filósofo. A partir de aquel día Tomas Albarrenque ya no se emborrachó los viernes por la tarde, ni dio concejos a desconocidos. Tampoco volvió a querer pagar con palabras baratas.

Por Germán Rodriguez.



domingo, 5 de junio de 2016

No lo tomes personal


La cristalina agua de la ducha caía sobre mis cabellos, y mis manos terminaban de enjuagar el shampoo que se escurría por todo mi cuerpo.- ¿Era ella el amor de mi vida? ¿La deje pasar por miedo a enamorarme?-Izquierda, izquierda, cross, derecha abajo. Mis sentimientos y mis pensamientos se mezclaban, se entrelazaban de tal manera que ya no los podía diferenciar. Apenas faltaban unos días para mi debut boxístico y solo podía pensar si mis miedos derrotarían al rival o terminarían por tirarme a la lona a mí. Me encontraba solo en el gimnasio, la bolsa divagaba ondulante como burlándose de mi. La pera aún daba señas de mi último golpe y el sonido de la soga ya había desaparecido por completo en el silencio de la noche. Pocas luces iluminaban ningún lugar. Sabía que todo estaba ahí, en la oscuridad, y allí estaría esperándome la mañana siguiente. Pasaba más tiempo en el gimnasio que en mi casa, veía más a mi entrenador que a mis padres. Ese era el deporte que había elegido. A veces, pensaba en dejar todo. La fragilidad de mi nariz me preocupaba, la velocidad de mi puteo no era la ideal sin embargo me sentía confiado. Confiado como un perro en el parque. Sabía que dependía de mí. La guardia arriba, espía entre los guantes, analízalo, se descuida abajo, abre mucho la derecha, no es tan rápido como piensa que es. Pega, Pega, Pega. Arrincónalo. Se sucio como te dijeron que fueras. Pega, seguí pegando, pega. Todos los días pasaba por la puerta de su casa, como quien se convence que aquel es el único camino. Por supuesto que había miles de caminos diferentes. Vendaba mis manos, fingiendo distracción, soñaba que quizás ella esté asomada en alguna  ventana. Mirándome, esperando que yo pase por ahí pero creyendo que pase de casualidad. Mantenía la mirada en el piso, en esas tristes baldosas grises que ya conocía de memoria. Jamás me animé a levantar la vista frente a su casa. Cuando suene la campana se van a terminar los nervios, me decía a mi mismo. Esperaba que ese dulce sonido terminara con todos mis miedos. 


- El boxeo no es sobre dar y recibir golpes, pibe. Tampoco es sobre quien permanece más tiempo en la lona. No es sobre una buena defensa o sobre una izquierda veloz. El boxeo ni siquiera es acerca del boxeo. El boxeo es sobre orgullo, sobre amor propio. -


 Que sensación tan extraña, no se si es emoción o miedo, a veces suelo confundirlas. Lo cierto es que ya tenía el nombre de mi rival en la cabeza, sabia  como seria la pelea y que debía hacer para ganarla. El problema era saber si tenía lo necesario para hacerlo. Un flaco alto de cross pesado y lento. Debía andar por el metro noventa. Aunque no estaba acostumbrado a pelear con pibes de su altura me parecía interesante debutar con una pelea distinta. Confiaba demasiado en mi gancho de derecha. Sabía que en algún momento entre el segundo y tercer round lo podría meter con claridad. Hace mucho que ya no pensaba en ella todo el tiempo, pero a decir verdad todavía me rebota un poco en la cabeza. A pesar de que ya habían pasado muchos años. Me acostaba por las noches pensando si ella se acostaba aun pensando en mí.  En los senderos rocosos que recorrimos de la mano el día que paseamos por la sierra o en los desayunos al borde del mar. El flaco venia con el envión de la pelea ganada la semana pasada. Yo con tres semanas de doble turno encima. El nunca me había visto pelear, yo ya lo tenia fichado y se la había junado en cierta manera. -No te lo tomes personal – Te dicen todos cuando te subís al ring. Claro, el otro no me había hecho nada, pero durante los próximos tres minutos va a intentar hacerlo. Así, que el “no te lo tomes personal”, no entraba en mi diccionario. Yo me lo tomo en serio como si ese hijo de puta, ese flacucho que jamás había visto en mi vida hubiese acometido contra la vida de ella. Contra el amor de mi vida. Así me lo tomo yo. En las madrugadas antes de dormir contaba las horas, los rounds, los gramos. Me imaginaba ahí, sobre las cuerdas, manos arriba. Aguantando, aguantando todo lo que me tiraran. Y ahí el gancho abajo de derecha, después el izquierdo. Cross de derecha y a la lona. A contar juez, y a otra cosa.Pero sabía que no pasaría. Mi pelea era la cerebral, la de los puntos.
 El estadio rebalsada de gente, las localidades se habían agotado, la ciudad y el mundo boxístico local esperaba con ansias el evento. Las peleas preliminares se desarrollaron con normalidad pese a la cantidad exagerada de nockouts en los dos primeros rounds. Mi nombre sonó en los altos parlantes y los abucheos no se hicieron esperar.  Los insultos bajaban de la platea como el agua de una catarata. Mi rival, el local, revoloteaba en el cuadrilátero como una abeja en cautiverio.
 Con el pantalón casi arrimándose al final de mis rodillas, los guantes azul azabache de cuero bien ajustados y las improvisadas botitas Niké blancas que apresaban mis tobillos. Me apresuré a traspasar las cuerdas y con un breve salto subir a aquel gigantesco escenario boxístico. El juez dió comienzo a aquella misa aludiendo a nuestros buenos principios. Los guantes se chocaron con violencia y el sonido de la campana puntualizó el comienzo. Sin mediar punteos, ni falsas mediciones, nos envolvimos rápidamente en una fugaz  tormenta de golpes. Crosses devenidos a swings y combinaciones improvisadas hacían gala de un espectáculo digno de cualquier esquina de bar. Los abrazos se hacían necesarios y la búsqueda del hígado una peregrinación constante. Las cuerdas sostenían su cuerpo y su defensa parecía endeble, más ahora que los rounds anteriores. Pensé, analicé y teoricé un cross de izquierda. Uno. Dos.  Tres. Contaba enérgicamente el juez sobre mi cuerpo desparramado sobre la esquina en la que operaba mi entrenador. Me apresuré a levantarme, mostré mis guantes extendidos y simulé no haber caído pero sabia, tenia la absoluta certeza que había perdido, que en aquel derechazo voleado había perdido la pelea. Ella ya no me amaba. 


Por Germán Rodriguez.


viernes, 3 de junio de 2016

Mujer y Socialista

Ser Mujer y Socialista en 1932 no era algo común, ni siquiera tolerable, pero los dioses no definen nuestros pensamientos, somos, pese a quien le pese, nosotros mismos  quienes lo hacemos. Gladys tras dejar atrás el luto por el asesinato de su marido, volcó su vida, o al menos lo que quedaba de ella, a la militancia.  En la navidad de ese año, rompió el estado de sitio, y fue detenida por “desacato a la autoridad” en aquel calabozo de la comisaria dieciséis de Ramos Mejía conoció a Augusto Casey, un enfático defensor de las doctrinas Trotskistas, que a través de su cínico convencimiento, la introdujo en las entrañas del Partido Socialista. Augusto era hijo de uno de los socios fundadores de Jockey Club, su infancia trascurrió en gran parte en las veredas de la sede social de la calle Florida, allí fue donde se le promovió la distinción de clase y la marginación a la mujer. El falso moralismo de su padre y la actitud permisiva y pasiva de su madre lo llevaron a involucrase de muy joven en la política. Entusiasmado por las impactes noticias que llegaban de la Rusia Leninista, comenzó a militar en el Partido Socialista de Buenos Aires.

 Poco a poco se sumergió de lleno en la vida militante, el Marxismo le mostró una visión más contemplativa de la realidad. Enajenado por sus ideales, abandonó el hogar materno un quince de mayo en busca de una independencia menos discursiva. Por ese entonces la ciudad se había convertido en un espacio intolerable para la protesta social, las represiones eran moneda corriente y cada vez cargaban más y más muertos. A raíz del asesinato de su esposo, el odio de Gladys hacia las instituciones gubernamentales, de las que nunca estuvo del todo de acuerdo, creció desmesuradamente. A través de su petulancia filosófica y su vocabulario de grueso calibre adquirido en los monasterios locales en los que se crio, solía involucrarse en discusiones demasiado peligrosas para su época y género. Su amistad con Augusto crecía día a día y solían encabezar juntos las reuniones de círculo de su regional.La melancolía puede ser dividida en varios eslabones, pero ninguno de ellos podría describir la crisis interna en la que Gladys se sumergía cada vez que cerraba los ojos e imaginaba  a su esposo vistiendo un uniforme contra el cual ahora peleaba. Imaginaba a su esposo reprimiendo a las clases baja, abusando de su poder, lo veía como cualquier otro militar. Abusivo y corrupto. Esas sensaciones infranqueables que abordan las contradicciones de una vida en jaque eran las fortalecían su lucha. Gracias a un cumulo de desaciertos en una de las huelgas obligadas de 1931, Gladys protagonizó un infortunado accidente en el que Augusto junto a dos de sus compañeros, perdería la vida y ella dejaría la militancia activa para siempre. No más “clase contra clase” para ella. Pero eso sería tan solo otra arista del verdadero problema, perseguida por el estado, decidió mudarse al campo y vivir en el exilio. Se hacía llamar Marcela y mentía desordenadamente sobre su pasado, solía decir que su padre era un aristócrata y que dé él había heredado el gusto por la vida campestre. El paso del tiempo en soledad le produjo trastornos exuberantes  para su época. Primero comenzó a dilucidarse como una diferente persona y luego a convivir con diferentes personalidades. Un médico rural le había diagnosticado una  especie de esquizofrenia prematura. Le dijo que con la medicación correcta los brotes iban a desaparecer con el tiempo pero ella se negó rotundamente a ir a la ciudad a realizarse un análisis más profundo. 

A fines de 1932 mientras Gladys se  trasformaba en una experta en el labrado de la tierra y en los cuidados de las vacas y gallinas del lugar, el intento militar de una sublevación masiva y derrocamiento del Presidente Agustín Justo encabezado por el Coronel Atilio Cattáneo y el Mayor Regino Lascano fracasaba y la persecución al Radicalismo aumentaba de sobremanera produciendo tantos exilios como asesinatos. 

Todos los fines de semana, Ayelen Prias, la hija de un matrimonio vecino, la ayudaba en el aseo y el mantenimiento. Poco a poco se convirtieron en amigas inseparables y las visitas a la finca pasaron de un par de días a la semana a varias horas diarias. Con ella fumó su primer cigarrillo de marihuana y compartió las infidencias más dolorosas de la muerte de su esposo. Ayelen, vivía con su madre y sus abuelos, dueños de una cantidad exagerada de hectáreas en la zona oeste de la provincia, en un entorno demasiado conservador. Ella no había conocido a su padre, ya que previo al casamiento con su madre fue encontrado acuchillado en las puertas de un bar. Recluida la mayoría del tiempo en la casa, su único pasatiempo era fumar la marihuana que conseguía en sus escapas clandestinas a la cuidad. Con la excusa de una prestación laboral, escapaba con su nueva amiga a emborracharse a bares sucios atestados de peones y capataces locales, que no las dejaban pasar desapercibidas. La joven viuda solía usar camisetas apretadas que le marcaban sus exuberantes senos, pantalones ceñidos de tiro alto que le sobresaltaban los muslos y un pañuelo rojo que le sostenía el cabello por sobre los hombros. Su amiga, en cambio, vestía más acorde a las mujeres época, siempre con polleras ajustadas a la cadera que le bordeaban las pantorrillas o vestidos floreados, con mangas angostas que apenas permitían ver algo de piel. Mientras los síntomas de Gladys se agravaban con el paso del tiempo, su vecina contraía un matrimonio obligado con Carlos Mendoza, hijo de uno de los estancieros más importantes del país.  El nuevo marido de Ayelen era poco más que un déspota, un retrato mediocre de su padre. Como todo hijo de la burguesía tenía una mirada pedante sobre los trabajadores del campo y por ende de su vecina, la viuda pobre de la finca continua. Le tenía absolutamente prohibido juntarse con – esa lesbiana de mierda –  solía decirle. Todos los sábados Mario junto a sus amigos, los jóvenes más pudientes de la alta sociedad rural, incursionaba a la ciudad en busca de satisfacer sus más bajos instintos. Bajo ninguna circunstancia olvidaba cerrar con candado la pieza matrimonial en la cual dormía su esposa. Algunas noches, mediante cuerdas que supo esconder en el armario, escapaba a los brazos de su vecina, la única que oía sus lamentos. Le hizo prometer a Gladys que huirían juntas, que abandonarían esas tierras fértiles en machismo y  se lanzarían a la aventura de  conocer las costas del Ecuador y las selvas amazónicas. Sonriendo soñaban con un futuro que sabían, no iban a poder cumplir.Hasta que un día, no aguantó más y cuando los últimos rayos de sol desaparecían por sobre la sierra,  la encontraron ahorcada en el establo donde solía escabullirse a fumar. En su bolsillo había una carta dirigida a su única amiga.


Capitulo decimo de la novela Participes de lo impune