La
vida es ahora. Siempre es ahora.- me dijo alguien sin saber que con esa frase
me cambiaría la existencia. Creo que perdí mucho tiempo en darme cuenta que en
esa analogía barata se encuentra todo. Cuando vuelvo el tiempo atrás, recuerdo
que al caminar por mi ciudad intentaba tomar nuevas calles todo el tiempo para
llegar a los mismos lugares. A la oficina, al bar o la casa de mis padres. Las diagonales
eran mis aliadas y el colectivo con su ruta segura y prefabricada, mi peor
enemigo. Me estaba sofocando sin darme cuenta. Mi vida se había vuelto
demasiado monótona para tener apenas 25 años. ¿Acaso de pequeño me imaginaba en
la cúspide de mi juventud encerrado en una oficina? Creo que todos sabemos la
respuesta. Yo quería ser astronauta o vagabundo. Daba igual. Los sueños imposibles son los únicos que
deberían cumplirse. Por eso vuelvo el tiempo atrás y me hago esa pregunta ¿yo soñaba esto de chico?
Creo que ningún niño anhela tanta seguridad como la que consumimos diariamente.
Entonces renuncié, no solo a un empleo o a una obra social, sino a muchas facilidades
y prejuicios. Renuncié a mis amigos y a mi familia a pesar del amor que siento
por ellos. Elegí una constante oportunidad de empezar de cero. De descubrirme a
mí mismo nuevamente. De lo que soy capaz y de lo que no. Porque para eso
viajamos para probarnos, para cambiar de rol, para generar nuevas motivaciones
que nos lleven a recorrer situaciones antes impensadas. Para tener la libertad
de enamorarse, de hacer amigos o de cambiar de empleo cuando se te de la gana.
Decidí luchar por ese escupitajo de felicidad que aún creo que todos nos
merecemos. Desestabilicé mi mundo, lo puse patas para arriba y me encanto.
Porque
no hay valentía alguna en el hecho de abandonarlo todo. Claro que no. Pero
tampoco hay valor en afrontar todos los días una realidad con la que no
soñamos.
Por Germán Rodriguez
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