miércoles, 29 de abril de 2020

En la nada

La vi y la amé en la primera mirada. Era perfecta. Todos mis anhelos hechos realidad. Dejé caer mis defensas. Corrí a sus brazos como un niño. Se sentía como si perteneciese a ellos. Se sentía correcto. Fui feliz. Realmente lo fui. Lágrimas de alegría recorrieron mis mejillas. Las únicas verdaderamente hermosas de sentir. Todo encajaba. El mundo volvía a ser hermoso. Tristemente, y no creo que haya una palabra que encaje mejor, en el fondo sabía que todo era un espejismo, sus brazos, mis lágrimas, que al final terminaría por lastimarme. De todas maneras dejé que el engaño me engañase. Eso hacemos con tal de ser felices. Mentimos. Fingimos. Nos dejamos caer. Pretendemos tener el control. No entendí que éramos de dos mundos diferentes y hay mundos que no fueron creados para chocarse sino para mantener distancia. No me importó. Luché contra eso. La valentía se burló de mí. El tiempo ganó la carrera. Lentamente las defensas volvieron a ponerse en su lugar. Las lágrimas ya no eran de felicidad, ni los abrazos reconfortantes. Las sonrisas habían desaparecido como si nunca hubiesen estado allí. El mundo mostraba su verdadera cara. Vil y despiadada. La máscara finalmente cayó. Ya no era feliz, pero aun podía recordar la felicidad pasada. Se veía tan lejana, casi ajena. Lloré. Ya no sonreía al hacerlo. Levanté la cabeza y la volví a ver, como si fuese la primera vez, y esta vez su mirada no me engañó. Pude ver todo con claridad. Lo que fuimos y en lo que nos convertiríamos. El amor, el odio, el resentimiento, la tristeza, la mentira, sobre todo la mentira. Los vi entremezclarse en un estallido ensordecedor de pasión y lujuria, y desaparecer en la nada. En la nada. En la nada. Lo logramos. Habíamos explotado juntos, finalmente su mundo había chocado contra el mío, y en ese alboroto de emociones ninguno de los dos pudo sobrevivir.

Por Germàn Rodriguez