viernes, 29 de julio de 2016

Querido Rey usted no sabe lo que es la angustia.

Ayer por casualidad me topé con una imagen que me dejó sin palabras. La fotografía se remontan a principios del siglo pasado, más específicamente a 1904, casi 80 años después de que se declarara la independencia en el Perú y de que San Martín proclamara “libertad e independiente por la voluntad general de los pueblos”.
He aquí un reflejo de la esclavitud post española en Latinoamérica, de cómo las cadenas no se rompieron, mi querido rey, se trasmutaron en leyes y burocracia que siguen subyugando a los que menos tienen. De cómo la independencia a veces es solo una palabra que los pueblos eligen creer. A simple vista la imagen no tiene de especial, apenas un esbozo de nuestras raíces muertas. Pero mire más allá su alteza, mire más allá de las vestimentas y los bigotes. Observe con atención la mirada del indígena a los pies de la burguesía Cusqueña. Ahora sienta la expresión de lo inexplicable, de la tiranía, del odio de una raza a la que su país sometió por todo nuestro continente. Intente describir en un alboroto de palabras lo que ve en aquellos ojos. Le ruego que haga la prueba. Le aseguro que no podrá, que pese a intentarlo, no lo lograra, ya que esa mirada usted no la conoce y no la conocerá jamás. Le quiero decir que esos ojos no muestran angustia, ni tristeza, mi querido rey, muestran opresión.
por German Rodriguez.




domingo, 24 de julio de 2016

Puta


-          ¿Sigues aquí? -  me dijo el, con ese despotismo que tanto amaba. No pude responder. Ya no esperaba nada de la vida. Conocía muy bien la salida pero no tenía el valor para cruzar aquella puerta y no saber nada más de su vida.  A veces creo que sigo respirando un pasado funesto que no quiero o puedo olvidar.
-          Ándate de mi casa – musitó como para sí mismo. Sus ojos expresaban un odio inalcanzable. Y yo seguía tirada en el sillón, llorando como una imbécil. – Decime que todo estará muy bien – pensaba. Teniendo la absoluta certeza que nada estaba bien. Ese escudo que se elevó sobre mí, me hacía temblar, no tenía el valor para siquiera mirarlo. Para mentirle y decirle que todo iba a estar bien. El peso de su palma cayó nuevamente sobre mí, evaporando la saga de sentimientos que invadían mi mente. El primer telón había caído. Nada estaba claro.
-         Puta de mierda -  me volvió a decir. Eso es lo que era yo. Una puta. Una puta de mierda. No podía disuadirlo de lo contrario. Tampoco podía intentarlo. Estaba convencido de ello. Quizás era verdad. Y siempre fui eso. Una puta. Una puta de mierda.

-          ¡Deja de llorar, pelotuda!- gritó un segundo antes de tomarme por los pelos y tirarme al piso. Me miraba con un resentimiento demasiado tangible. Ensayé una frase en mi cabeza que no me animé a pronunciar y luego,  negro. Una oscuridad abrazante y opresiva. Nada. No más imágenes, ni sonidos. No más sillones, ni televisores. Negro. Los celos y el amor se desvanecieron en la obsesión. Solo negro. Como el alma del golpeador. Como la conciencia social de un estado ausente y permisivo con el patriarca.

Por Germán Rodriguez


viernes, 15 de julio de 2016

Escarlata

-   Abuelaaaaa, abuelaaaa – gritábamos en el bosque con Nacho pero nadie respondía. Así que volvimos a la casa y llamamos a la policía. No queríamos que el Abuelo se enterara, ya estaba demasiado viejo para hacerse mala sangre por semejante cosa. Sabíamos que la ley hace caso omiso a este tipo de denuncias. Volvimos al bosque, ya era casi  medianoche, y a lo lejos pudimos percibir una fogata. Caminamos más de cuarenta minutos para llegar. Podíamos escuchar el eco de nuestras pisadas. Había una persona sentada muy cerquita del fuego. Era la abuela. Tenía una cruz dibujada en la frente. Parecía que se la había hecho con sangre. - Abuela – le dijo Nacho con la voz temblorosa. Ni lo miró. Nosotros la podíamos  ver a través del humo y el fuego. Ella parecía no vernos. Pasaron cinco minutos hasta que  levantó la cabeza y dijo – Escarlata – Lo repitió tres veces y volvió a  bajar la mirada. Sus ojos parecían estar a punto de eyectarse. No había nadie alrededor. No sabíamos que hacer. Hacía mucho frio. Me acerqué y le quise tocar el hombro. Pero se corrió rápidamente como si la hubiese quemado. – ¿Escarlata? – Preguntó con miedo. Por un segundo pensé en decirle la verdad, que Escarlata había muerto hace ya mucho tiempo pero preferí no hacerlo. – Ven conmigo – le susurré al oído y la ayudé a incorporarse. Olía muy mal.  Me dijo que le dolía la espalda y que la sangre de su frente era de un zorro que había encontrado muerto tras un arbusto. Estaba temblando. Apenas vestía un camisón negro y unas medias de lana que le cubrían las rodillas. Le convidé mi campera y salimos lo más rápido que pudimos de allí. En menos de una hora, llegamos al cementerio. Primero pasamos por un panteón que se me hacía extrañamente familiar como un recuerdo perdido de algún sueño de trasnoche. Se veía muy bonito desde afuera. Antes de llegar al centro del cementerio comenzaba a llover y el pasto empezaba  a desprender ese tétrico olor a muerto. La Abuela apuraba el paso. Al llegar se nos adelantó y sacó de por debajo de su entrepierna, el cuerpo sin vida del zorro y con un cuchillo que escondía en su media, corto el cuello del animal y derramó su sangre por sobre la tumba de Escarlata, su primer gato.



Por German Rodriguez.

sábado, 9 de julio de 2016

Vecinos

Sentía el odio visceral en sus palabras y la irreversible cólera de sus alaridos. Un manto tristemente lúgubre inundaba las paredes de aquel departamento en la calle Brown. Durante años imaginé vivencias, teoricé intangibles patrones de dolor y vergüenza. Ya era la hora de despedirme, de alejarme definitivamente de esa historia que jamás conocí. Por las noches suponía rostros creados de voces ahogadas en penas y resentimientos. “El odio solo inspira odio” concluía con sentenciosa elegancia, ajeno a toda situación.

Cada velada el desenlace era similar, sin mermar en la natural astucia de los héroes, rebosaba mis odios en la almohada a la  espera de un fin sin intervenciones iconoclastas. Vestigios y retazos liados a la muerte y al existencialismo advertían en mí finales inusitados tiempo atrás. Trasmuté sentimientos en una desprolija imprenta que invitaba a soluciones drásticas. Pasé el sobre por debajo de la puerta y luego ajustè la madera.  Sin esperar respuesta, me senté a esperar preguntas. Ojeé las páginas de algún libro y recorrí mentalmente renglones que ya conocía de memoria. Oí gritos intensos y desesperados golpes en la puerta. La edad no les permitía grandes esfuerzos. La madera se mantenía firme. Inamovible.  Abandoné la lectura por unos segundos para esbozar una sonrisa exagerada. El monóxido de carbono ya se estaba colando en mi departamento. Tomé unos cigarrillos de sobre la mesa, volví a abandonar el libro en la ya desmantelada biblioteca y dirigiéndome a la salida saqué el taco de sobre la puerta y descubrí el caño ventilador. Recogí la carta, la metí en mi bolsillo y me dirigí al bar de la esquina a escuchar las sirenas.

Por German Rodriguez