sábado, 25 de agosto de 2018

Murakami (baila, baila, baila)


Bebía y leía. Murakami no era tan malo después de todo. Comenzó a agradarme. De todas formas me recordaba a ella. A decir verdad y odio admitirlo, todo lo hacía. Era viernes. Debía ir en busca de algo. Una mujer. Una pelea. Algo. Pasaba la mitad de mi tiempo sentado en algún bar, aun así, no me cansaba de ellos. Cada uno tenía algo que ofrecer.
-          Una cerveza –  No tenía demasiado dinero. Nunca quise tener demasiado dinero.
El dinero solo compra problemas. Alguien debía haber escrito eso ya. Yo solo tenía tiempo. Y lo desperdiciaba pensando en ella. Hace semanas que no sabía nada. Ya nada nos unía. Solo Murakami. Nunca nadie te va a pisar tan fuerte como vos mismo, pensé. Alguien debe haber escrito eso también. – Otra cerveza – El tipo de la barra se acercó e intento una conversación. Contesté con una sonrisa. Nada de lo que ese tipo pudiese decir me iba a importar. Salí a la calle. No quería estar ahí, ni en ningún otro lugar. Era de noche. Hacia frio, le di otra vuelta a mi bufanda negra de líneas rojas. Podría beber otra cerveza mientras caminaba, pensé. Encendí un cigarrillo. Me gustaba ver como el humo salía de mi boca y se mezclaba con las luces de la noche. Me hacía sentir importante. Vi a una pareja discutiendo en la calle. Ella parecía muy enojada. Era atractiva. Él no tanto. Pasé al lado, el hombre me miró avergonzado. Ella pareció no verme. Seguía gritando. –Ese podría haber sido yo-  susurré aliviado. Entré al bar de la esquina. El lugar era un basurero pero la cerveza estaba fría y eso era lo único que me importaba. No había música. El silencio acentuaba los sonidos de los borrachos.  A los verdaderos borrachos no les importa nada más que estar tomando, no quieren música, no miran el celular, no intentan hablar con una mujer, ni buscan respuestas a preguntas que nadie hizo. El bar es una especie de submundo para ellos. Una iglesia. El alcohol ha hecho más milagros que Jesús. Eso es un hecho. 
La puerta se abrió y se escuchó el sonido oxidado  de las bisagras. Una mujer entró y se sentó a mi lado en la barra. Pidió un whisky y comenzó a llorar. Era ella, la que estaba discutiendo en la calle. Me miró. Intenté esquivar la mirada pero estábamos demasiado cerca.
-          Son todos iguales. – afirmó con odio en su voz.
-          Creo que sí.
-          Son animales. – continuó mientras sus dedos  bailaban sobre el vaso – No saben lo que es el amor.
-          ¿Los animales?
-          Ustedes, los hombres.
-          No, no creo que lo sepamos, por eso somos más felices que las mujeres.
-          Usted no se ve muy feliz que digamos.
-          Porque yo si se lo que es el amor.
Su mano se acercó a la mía. Nos tocamos. Había algo en la textura de su piel que me llamó la atención. Intenté sostener la mirada pero algo me obligó a bajarla. Quise besarla pero no me animé a hacerlo. Sentí que sacar provecho de su vulnerabilidad no era justo ¿Pero acaso no es lo que hacen los hombres? Me pregunté. Sacó una lapicera del bolso, tomó la palma de mi mano y anotó su número. Tenía un buen pulso. Me tocó la frente y salió. Sonreí. Creo que había visto algo así en una película. Apuré la cerveza de un trago. Parecía que mi suerte empezaba a cambiar.


Por Germán Rodriguez.


martes, 14 de agosto de 2018

Ovejas Negras


 Disfuncionales. Así éramos. Total y absolutamente disfuncionales. Nada nos interesaba. Vivíamos en realidades opuestas y aun así la unión era perfecta. Nada de todo lo demás se interponía entre nosotros. Locos. Ovejas negras. Que perfecta es la locura cuando es compartida.  La perfección es eso. No más. Te pienso a cada momento. La locura es eso también. Sos vos, soy yo. Son todas las acciones irracionales del mundo. Somos eso. La locura de nuestro tiempo. La importancia de morir a tiempo. Eso somos. Oraciones cortas. Puntos seguidos. Eso. Sentimientos apagados sin sentido. Un perdón que no llegara jamás. Solo eso.

Por Germán Rodriguez





jueves, 9 de agosto de 2018

Baila, baila, baila


 Estaba sentada en el cordón leyendo un libro de Murakami, los autos le pasaban cerca pero a ella parecía no importarle. Sus lentes circulares le cubrían gran parte del rostro. Aun así se veía hermosa desde el otro lado de la calle. Me acerqué lentamente pensando demasiado en cada uno de mis pasos. Estiré el paquete de cigarrillos y tomó uno. Me alejé sin decir nada. Necesito una cerveza, pensé. Volteé al llegar a la esquina, y ella seguía sumergida en su libro mientras fumaba. Entré a un bar. - una cerveza - le dije al tipo de la barra. Él tampoco me miró y la apoyó frente mío. Luego de la quinta ronda. Me señaló mientras limpiaba unos vasos.
        -    ¿Una mujer?- preguntó.
-          ¿Acoso los tipos beben por otra razón?
-          Ya encontrara otra, así funciona.
-           Y también la perderé y me sentare en otro bar a beber todas las cervezas que pueda, así funciona.
-          ¿Quiere otra?
-          ¿Mujer o cerveza?
-          Es lo mismo.
Pagué justo y salí. Ella ya no estaba ahí, tampoco Murakami. Encendí un cigarrillo y caminé por el sol. Mierda -pensé- necesito otra cerveza. Entré a otro bar en el que todos parecían estúpidamente felices. No era un buen lugar para un borracho. Ordené una cerveza. La gente a mí alrededor me miraba y yo los miraba a ellos. Tenía una lista en el bolsillo de todas las cosas que tenía que hacer. No quería hacer ninguna. Lavar la ropa, comprar una bombilla. No era suficiente para mí, al menos no hoy. Pedí otra cerveza. La gente ya no se veía tan feliz. Brindé por eso. Volví a la calle, el sol estaba cayendo, se acercaba la mejor parte del día. Llegué a mi casa, abrí la puerta y ahí estaba ella, sentada en el sillón con su libro en la mano - estas borracho - dijo. – Creo que no todavía pero lo estaré en un rato - contestè pisando palabras.
Se levantó, se acercó con su cigarrillo en la boca y me besò. Sonreí. Fue lo más parecido a la felicidad que había sentido en mucho tiempo. - lo siento - susurré - no creo que pueda hacerlo. Me miré demasiadas veces al espejo para saber que no soy la persona que necesitas. Ni siquiera me respondió. Ambos sabíamos que era verdad. Se fue y esta vez era para siempre. Abrí otra cerveza, me acerqué a  la ventana y la vi marchar. Escupí, tiré la botella al otro lado de la calle y pensé que quizás esa noche si pueda escribir algunas líneas decentes.

Por Germán Rodriguez.