Mi pareja no me mira, esta sumergida en su mundo virtual, no se
imagina que estoy a punto de hacer una locura o, al menos, pensando en
intentarla. La observo, como ríe, como se indigna, como es triste y feliz sin
levantar los ojos de la pantalla. Es increíble como un artefacto tan chiquito
nos dice cómo debemos sentirnos. Si las cosas están bien o mal. Siento algo de
envidia. Así todo se hace más fácil, pensé. Esos mundos paralelos, esas
dimensiones creadas para estar a gusto. Allí no hay que tener miedo. Estamos
seguros. Lo que no nos gusta, lo
quitamos. Bloquear.
Trato de elegir algo del menú. Los platos vegetarianos no
siempre son lo mejor que tienen para ofrecer los restaurantes por debajo de la
media. Deseaba un pedazo de carne, hace mucho que no se me cruzaba por la
cabeza volver a comer carne. De todas formas no sentí culpa, desear está bien,
supongo que es el deseo lo que nos hace sentir vivos.
-
¿Tú qué quieres, amor? – Pregunté estirando
el menú.
Tardó en responder, algo importante se deslizaba por sus
pulgares, o por lo menos más importante que la comida, que su pareja o que el
mundo real.
-
Lo de siempre - Respondió sin
levantar la mirada.
-
Voy a pedirlo y vuelvo.
No respondió. Quizá no me escuchó, me fuerzo en creer ¿A quién
quiero engañar? Hace años que no me escucha, me oye como un susurro
inentendible. Es difícil competir contra la tecnología, al menos para un tipo
común como yo. Noticias irrelevantes,
modas de colores, siluetas delgadas, mares turquesa, autos brillantes, camisas
a cuadros, peinados perfectos, viajes por el mundo, descuentos increíbles,
sonrisas blancas, perros con caras graciosas, memes, hazañas deportivas, ojos
azules, comidas sabrosas, gente divirtiéndose, todo parece mucho más tentador
que la realidad.
Me ha dolido mucho procesarlo pero en ese proceso entendí que
somos de mundos diferentes. No hay nada de malo en eso. Ella es feliz allá y yo
lo soy acá. Convivir con eso si ha sido duro. La tecnología como frontera, como
una barrera inquebrantable entre personas a centímetros de distancia. Estamos
acá pero en otro lado, en otro lado que nunca es acá. Ya nadie quiera estar
donde se encuentra. Así pagamos el precio de estar en todos lados a costa de no
estar en ninguno
Entro al baño. Me miro al espejo. Me lavo las manos. Una melodía
entra en mi cabeza, me hace sonreír. Me echo algo de agua en la cara. Aun soy
joven. Suspiro. Junto valor. Camino
hacia la mesa con aire decidido. Sintiendo en el pecho aquella sensación que se
siente cuándo estamos a punto de actuar de forma valiente.
Me siento frente a ella, ella me mira pero no me ve. Tengo
algunas frases ensayadas pero ninguna parece encajar en aquel momento. Le doy
un trago a mi cerveza.
Ella sonríe, sigue con la cabeza gacha. ¿De qué se reirá? me
pregunto. No importa.
Me levanto de nuevo. Ella parece no notarlo. Lo notara, por supuesto,
pero yo ya estaré fuera del lugar, encendiendo un cigarrillo y caminando con
mis auriculares a todo volumen, aspirando el humo y viendo esa otra realidad
que tanto queremos bloquear. Esa realidad donde los filtros no funcionan. Donde
los niños revuelven la basura, los indigentes duermen sobre sus cartones, el
desempleo está al acecho, las familias disfuncionales reinan, donde trabajamos
en lo que no queremos y compramos lo que no necesitamos.
La calle estaba desierta,
no había estrellas en el cielo y la luna parecía no existir. Llegué a casa. Subí rápido. Desenrede mi bufanda. No tenía más cigarrillos. Hubiese disfrutado
un último. El viento soplaba frio en la terraza y eso hizo que los pensamientos
se hagan más y más oscuros. Algo vibró
en mi bolsillo. ¿Pensaste que podías escapar, verdad? Era ella. No realmente. El corona virus había matado a la mitad del
planeta, gracias IPhone, era bueno saberlo, ahora podía saltar tranquilo.
Por German Rodriguez.