domingo, 25 de septiembre de 2016

Espejos

Él era yo, y no lo digo solo de manera figurativa. Él era realmente yo. Se movía al verme. Observaba cada  uno de mis movimientos y simulaba una empatía de por si fingida. Acariciaba sus cabellos cuando yo lo hacía y aunque realmente no lo supiera sus pensamientos eran tan oscuros y tétricos como los míos. Había algo familiar en el o tal vez en mí. Él sabe lo que sucede pero no quiere llorar por que le avergüenza que lo vea. Sus lágrimas se derraman de forma imperceptible, aun así lo noto. Puedo sentir las gotas cayendo por mis mejillas. Yo también estoy llorando. Me mira y apoya su palma contra la mía entumeciendo brevemente los dedos. Siento que me comprende y a la vez que me detesta. Entonces levanto la cabeza y veo la tristeza en su rostro. Intento abrazarlo pero mis brazos chocan con el cristal. Él lo intenta también pero el resultado es el mismo. Me doy vuelta. Ya no quiero verle la cara a ese miserable ser. Por sobre mi hombro  veo que él me está observando, casi con deshonra y torpeza. Volteo. Le digo que lo odio y el repite algunas palabras mudas que no logro entender. Nos miramos y ensayamos otro abrazo. El resultado se repite. Apretó mi puño con cólera hasta sentir el rigor de mis propias uñas.  El imita el gesto. Estamos cara a cara, mi nariz siente el frió de la suya y mi pecho la rigidez del suyo. La sangre comienza a brotar de mis nudillos, o tal vez de los de el. Un grito de dolor inunda mi garganta. No lo escucho gritar. Al levantar la vista, ya no estaba. Había desaparecido, de cierto modo esquivó el golpe o quizás logró acertarlo antes que yo. Ya no había nadie en la sala, solo el reflejo de lo que algún día fui.





jueves, 15 de septiembre de 2016

Sensaciones

Me gustaría presentarme, pero ni siquiera recuerdo mi nombre y no se si alguna vez tuve alguno. Se que soy un hombre triste, algo melancólico y detestable.
Seguramente no me conozca o tal vez me cruce con usted en cada vereda de esta ciudad de la cual tampoco recuerdo el nombre.
Soy una esquina en una noche de desolación. Soy lo que nunca nadie quisiera ser. Un clavel marchito, muerto por falta de cuidado.
A veces pienso y me pregunto si soy una persona o una sensación.
Tal vez sea la soledad o quizás un hombre solo.
Sepa usted que tengo muchas caretas y aunque a veces parezca ser feliz, le ruego que me crea, nunca lo he sido.
- Te amo, no me odies, no me dejes ir – recuerdo gritar.
Tras esa falsa sonrisa los pesares son eternos. Manjares inalcanzables. Espíritus corrompidos una y otra vez.
 Mi intención al escribir este relato no es la de compresión, me creo incomprensible. Es tan solo un anhelo de expresión lo que me obliga a narrar estas tristes líneas.

“Ella se burlo de mi- escribí un día al llegar a mi desdeñada casa de ventanas marrones y paredes descoloridas.

“Ella se burlo de mi” volví a escribir en un mero acto de repetición.

Imaginé tantas maneras de vengarme, oh Dios mió, cuantas atroces maneras imaginé. Ninguna fue posible.

-¿Por qué?- me pregunté una y mil veces - Casi con la misma repetición de la retórica anterior.

-Por que estoy enamorado de ella - Me respondí con un abismal odio hacia mi mismo.

Encendí un cigarrillo y miré a la luna como esperando de aquella efeméride una respuesta que no llegaría.

-Estoy enamorado- repetí nuevamente.

Encendí otro cigarrillo. Volví a pensar, sin haber dejado de hacerlo en ningún momento.

Me di cuenta, tras un gran retraso de pensamientos y sentires que todo era lo mismo.

Me notaba ansioso y vulgar por que sabía que ella no estaba enamorada de mí.

Entonces, ahí fue cuando tomé el arma de debajo de mi cama y apunté a mí mismo, como pidiéndome perdón, sabiendo que no seria capaz de disparar. Sabiendo que soy lo demasiado cobarde para acometer contra mi propia vida

Aquel día me trasformé en sensación. Ella me amaba.

He escrito tanto que me siento un escritor. Créame, no lo soy.
He amado tanto que me creí  enamorado. Sepa que no lo he sido.


Pero hay una sola cosa que he hecho y me ha dado certezas de mi afán. Porque he pensado tanto que me sé un idiota.

Por German Rodriguez.


viernes, 9 de septiembre de 2016

Manuela, la chica que sueña finales

-          Sos un hijo de puta. Basura. Yo que te di todo. Mi vida, mi corazón y vos. Y vos nada. Siempre igual. No te quiero ver nunca más – vociferó Manuela mientras su codo impactaba en el pómulo derecho de Iván, su novio desde la secundaria, que dormía tranquilamente a su lado.

Ese día Iván tomó sus cosas y huyó, sin saber bien por que, hacia la casa de sus padres. El joven estudiante de ingeniería jamás supo  el motivo de aquel abrupto final. En cambio, Manuela lo tenia bien claro. Iván la había engañado y no cabían dudas el respecto.

A los pocos meses, Manuela conoció a un estudiante de abogacía, que parecía el candidato perfecto para compartir el resto de su vida. Buen mozo, sencillo y por si fuera poco, hincha de Laferrere como Manuela. Solían caminar por la costanera de la mano y el hasta  intentó, en vano, enseñarle a rebotar piedras en el oleaje.

-          Basura. Sos una porquería. Eso es lo que sos. Una porquería. Yo  te di mi vida, mi corazón y vos. Y vos te encamas con tu hermanastra. – Dijo Manuela a los gritos, mientras las lágrimas recorrían sus mejillas y su puño colisionaba en las zonas erógenas del futuro abogado que dormía sigilosamente en la esquina del sillón.

Manuela tomó su cartera y corrió despavorida a mitad de la noche hasta su departamento en la calle Libertad.  Jamás volvió a tener noticia de el.

-          ¿Cómo pudiste hacerme esto? ¿Como pudiste? Yo te di mi corazón, mi vida y vos. Y vos nada. Nunca nada. Sos lo peor que me pasó en la vida. Una basura, eso sos. – Anunció exaltada mientras su palma abierta golpeaba contra la cara de Dante, su gato Siamés, que rápidamente utilizando sus habilidades felinas trepó al placard para evitar futuros arrebatos. 


Desde entonces, Manuela duerme sola, aunque eventualmente Dante baja del placard para hacerle compañía. 




lunes, 5 de septiembre de 2016

Aquella tarde


-          Dale, pendejo pelotudo – vociferó Mancuello mientras sostenía la caña con más perseverancia que  solidez. Y ante el silencio de su receptor, continuó.

-          Déjate de joder con las piedras, Álvaro por el amor de Dios…. La reputisima madre Álvaro, córtala.

El joven Mansilla reía ante la exasperación de su amigo. Habían aprovechado el fin de semana largo del primero de mayo, para irse a pescar a Mar chiquita, una pequeña residencia balnearia pegadita a Mar del Plata, con los compañeros del restaurante.

1951 fue un año de dualidades para el Peronismo. La unión Cívica Radical exhibía y proclamaba a Ricardo Balbin, el gran opositor del general y a Arturo Frondizi como sus candidatos presidenciales en las elecciones venideras.  Las huelgas en los ferrocarriles golpeaban fuerte las puertas del gobierno y Evita,  pese al apoyo masivo y a las ideas extravagantes del ministro del interior Ángel Borleghi, rechaza
 la propuesta política de la Confederación de los trabajadores de formar parte de la fórmula  presidencial debido a la presión militar.

-          Escuchaste lo de Evita – abrió el dialogo el gordo Titi.

-          No empieces a romper los huevos con la política, gordo, te lo pido por favor.

-          Vos dedícate a pescar boludo, que hace dos horas que estamos acá y no sacaste ni una mojarrita. – Retrucó  Titi hábilmente tomándose su zona erógena.

-           Y como voy a sacar algo, si ustedes dos se la pasan hablando pelotudeces y me espantan a los peces. - Gritó el flaco mientras sacaba la caña de entre las  escasas olas. Había cortado la línea. De nuevo. Era la quinta vez.

Mancuello era una de esas personas que pontificaba la amistad, pero  la pontificaba a las  puteadas. Recurría al lunfardo por pequeñeces. Le era sencillo homologar a la gente por sus defectos o características físicas y solía hacer gala de su gran habilidad para poner apodos. Alardeaba a las altas haber sido el primero que llamó  “El chuleta” a Don Emilio, por su debilidad hacia el bife de chorizo.

-          Es la carnada esta de mierda que me vendieron, no sirve para nada. - Exclamó de pronto – Me cagó, el viejo ese, me cagó.

-          Deja la caña Flaco, vamo´ a tomar un vino a la orilla. No debe ni haber peces acá – dijo Álvaro mientras intentaba en vano hacer rebotar una piedra contra el agua.

En la semana el veterano mozo, había hablado de su gran habilidad en el rubro de la pesca. Entonó historias de cuando  su tío lo llevaba de chico a la Laguna de los padres a largas jornadas de bote junto a su tía Susana. Sin  escasear en aforismos se proclamó el futuro de la pesca Marplatense.
Tras los fatídicos intentos de convalidar sus pergaminos, ocultó su propia vergüenza entre inescrupulosos insultos a sus dos amigos.

- Con ustedes dos no se puede venir a pescar – repetía a cada rato interrumpiendo toda conversación.

El atardecer dejaba su marca en los confines del océano atlántico  y los tres muchachos disfrutaban del brillo del sol, que pegaba sin arder en sus mejillas. Unas cinco botellas de vino Toro y otra de sidra la victoria se acumulaban vacías sobre sus pies, al borde de la desaparición física entre la arena mojada y las olas que comenzaban a anunciar el cambio de marea.

- Che, ¿qué hora es? -  preguntó  el gordo sin sacar las manos entrelazadas de atrás de la nuca.

- Ni idea, deben ser las seis y media – Intentó adivinar Mancuello sin mucho énfasis.

-          Las siete – contestó Álvaro con la botella de vino detenida junto a sus labios.

El gordo Titi intentó levantarse pero velozmente volvió a chocar contra la arena. En la escasa maniobra se pudo denotar su estado etílico. Con la mitad de la cara adornada de arena y mientras aplaudía la suciedad de sus manos, sentencio:

- El ultimo micro  pasa a las siete, sino lo agarramos cagamos.

- No pasa nada, en un rato vamos. Seguro a las ocho pasa otro. - asegurò Mancuello.

La noche comenzó a caer y la soledad de la ruta once a Mar del Plata hacía suponer que a las ocho no iba a pasar ningún micro.

-          Me parece que nos vamos a tener que quedar a dormir acá – puntualizó Álvaro.



-          ¿Pero vos estas en pedo? – resopló Mancuello con indudable cariño – Yo no duermo acá ni mamado ¿sabes la cogida que nos van a pegar? –preguntó retóricamente antes de continuar -. Vamos a hacer dedo, algún gil nos va a llevar.

Las horas pasaban y ningún coche aminoró su andar al verlos. El gordo Titi y Mancuello exhibían su dedo a los pocos automovilistas que recorrían a gran velocidad aquel camino mientras que  Álvaro se escondía tras  un viejo sauce como quien se oculta en los dogmas de una nueva religión que no termina de entender.

-          Mejor empecemos a caminar.

A paso lento y zigzagueante, veían complicarse la proeza de  que alguien los llevara. 

-          Mira ahí… - dijo el flaco mientras extendía de manera amplia y voraz su mano izquierda - hay un auto estacionado, vamos a preguntarle si va pa´ Mar del Plata.

-          Corre pendejo, no vaya a ser que se nos escape.

Las zancadas del joven Mansilla era exageradamente amplias y al llegar al Citroën 2 Cv rojo, se dio cuenta que no había nadie en su interior.

Los tres Marplatense se miraron como preguntándose qué hacer, pero sabiendo bien cuáles eran los pasos a seguir.

-          Allá hay una estancia debe ser del dueño.

-     Ya lo abrí – interrumpió Mancuello con un semblante admirable – vamos métanse que nos vamos a Mar del Plata.

El veterano desarmó hábilmente el panel y como tratándose de una película de James Bond empezó a entrecruzar los cables de contacto. El silencio de la noche se interrumpió por las risas de sus compañeros que  escuchaban putear por lo bajo al flaco.

-          ¿Qué pasa? ¿No podes? – Ironizó Álvaro mientras hacía girar sobre su dedo índice las llaves del auto.

Mostrando los dientes le arrebató las llaves de un veloz manotazo. Se irguió sobre el asiento y puso en marcha la máquina. Con la ventanilla baja y el codo señalando la oscuridad del campo comenzaron un viaje que duro mucho menos del tiempo trascurrido en sus cabezas.
Una mezcla de sensaciones los invadía. El nerviosismo y la alegría se enfrentaban a la angustia y el miedo.
Cuando comenzaron a divisar las luces de la despoblada avenida Libertad decidieron abandonar el auto en una solitaria entrada de cochera.

-          Lo dejamos acá, así lo denuncian rápido y no nos metemos en quilombos  - resopló Mancuello algo compungido mientras clavaba el freno de mano.

Se bajaron del auto mirando para todos lados. Ninguno dijo nada .  Ahora andaban con paso firme y tenaz como quien está seguro de no haber cometido ningún ilícito, hacia la casa del gordo que quedaba a unas pocas cuadras. Sabiendo que habían aprendido algo o tal vez nada.

Por German Rodriguez.