lunes, 5 de septiembre de 2016

Aquella tarde


-          Dale, pendejo pelotudo – vociferó Mancuello mientras sostenía la caña con más perseverancia que  solidez. Y ante el silencio de su receptor, continuó.

-          Déjate de joder con las piedras, Álvaro por el amor de Dios…. La reputisima madre Álvaro, córtala.

El joven Mansilla reía ante la exasperación de su amigo. Habían aprovechado el fin de semana largo del primero de mayo, para irse a pescar a Mar chiquita, una pequeña residencia balnearia pegadita a Mar del Plata, con los compañeros del restaurante.

1951 fue un año de dualidades para el Peronismo. La unión Cívica Radical exhibía y proclamaba a Ricardo Balbin, el gran opositor del general y a Arturo Frondizi como sus candidatos presidenciales en las elecciones venideras.  Las huelgas en los ferrocarriles golpeaban fuerte las puertas del gobierno y Evita,  pese al apoyo masivo y a las ideas extravagantes del ministro del interior Ángel Borleghi, rechaza
 la propuesta política de la Confederación de los trabajadores de formar parte de la fórmula  presidencial debido a la presión militar.

-          Escuchaste lo de Evita – abrió el dialogo el gordo Titi.

-          No empieces a romper los huevos con la política, gordo, te lo pido por favor.

-          Vos dedícate a pescar boludo, que hace dos horas que estamos acá y no sacaste ni una mojarrita. – Retrucó  Titi hábilmente tomándose su zona erógena.

-           Y como voy a sacar algo, si ustedes dos se la pasan hablando pelotudeces y me espantan a los peces. - Gritó el flaco mientras sacaba la caña de entre las  escasas olas. Había cortado la línea. De nuevo. Era la quinta vez.

Mancuello era una de esas personas que pontificaba la amistad, pero  la pontificaba a las  puteadas. Recurría al lunfardo por pequeñeces. Le era sencillo homologar a la gente por sus defectos o características físicas y solía hacer gala de su gran habilidad para poner apodos. Alardeaba a las altas haber sido el primero que llamó  “El chuleta” a Don Emilio, por su debilidad hacia el bife de chorizo.

-          Es la carnada esta de mierda que me vendieron, no sirve para nada. - Exclamó de pronto – Me cagó, el viejo ese, me cagó.

-          Deja la caña Flaco, vamo´ a tomar un vino a la orilla. No debe ni haber peces acá – dijo Álvaro mientras intentaba en vano hacer rebotar una piedra contra el agua.

En la semana el veterano mozo, había hablado de su gran habilidad en el rubro de la pesca. Entonó historias de cuando  su tío lo llevaba de chico a la Laguna de los padres a largas jornadas de bote junto a su tía Susana. Sin  escasear en aforismos se proclamó el futuro de la pesca Marplatense.
Tras los fatídicos intentos de convalidar sus pergaminos, ocultó su propia vergüenza entre inescrupulosos insultos a sus dos amigos.

- Con ustedes dos no se puede venir a pescar – repetía a cada rato interrumpiendo toda conversación.

El atardecer dejaba su marca en los confines del océano atlántico  y los tres muchachos disfrutaban del brillo del sol, que pegaba sin arder en sus mejillas. Unas cinco botellas de vino Toro y otra de sidra la victoria se acumulaban vacías sobre sus pies, al borde de la desaparición física entre la arena mojada y las olas que comenzaban a anunciar el cambio de marea.

- Che, ¿qué hora es? -  preguntó  el gordo sin sacar las manos entrelazadas de atrás de la nuca.

- Ni idea, deben ser las seis y media – Intentó adivinar Mancuello sin mucho énfasis.

-          Las siete – contestó Álvaro con la botella de vino detenida junto a sus labios.

El gordo Titi intentó levantarse pero velozmente volvió a chocar contra la arena. En la escasa maniobra se pudo denotar su estado etílico. Con la mitad de la cara adornada de arena y mientras aplaudía la suciedad de sus manos, sentencio:

- El ultimo micro  pasa a las siete, sino lo agarramos cagamos.

- No pasa nada, en un rato vamos. Seguro a las ocho pasa otro. - asegurò Mancuello.

La noche comenzó a caer y la soledad de la ruta once a Mar del Plata hacía suponer que a las ocho no iba a pasar ningún micro.

-          Me parece que nos vamos a tener que quedar a dormir acá – puntualizó Álvaro.



-          ¿Pero vos estas en pedo? – resopló Mancuello con indudable cariño – Yo no duermo acá ni mamado ¿sabes la cogida que nos van a pegar? –preguntó retóricamente antes de continuar -. Vamos a hacer dedo, algún gil nos va a llevar.

Las horas pasaban y ningún coche aminoró su andar al verlos. El gordo Titi y Mancuello exhibían su dedo a los pocos automovilistas que recorrían a gran velocidad aquel camino mientras que  Álvaro se escondía tras  un viejo sauce como quien se oculta en los dogmas de una nueva religión que no termina de entender.

-          Mejor empecemos a caminar.

A paso lento y zigzagueante, veían complicarse la proeza de  que alguien los llevara. 

-          Mira ahí… - dijo el flaco mientras extendía de manera amplia y voraz su mano izquierda - hay un auto estacionado, vamos a preguntarle si va pa´ Mar del Plata.

-          Corre pendejo, no vaya a ser que se nos escape.

Las zancadas del joven Mansilla era exageradamente amplias y al llegar al Citroën 2 Cv rojo, se dio cuenta que no había nadie en su interior.

Los tres Marplatense se miraron como preguntándose qué hacer, pero sabiendo bien cuáles eran los pasos a seguir.

-          Allá hay una estancia debe ser del dueño.

-     Ya lo abrí – interrumpió Mancuello con un semblante admirable – vamos métanse que nos vamos a Mar del Plata.

El veterano desarmó hábilmente el panel y como tratándose de una película de James Bond empezó a entrecruzar los cables de contacto. El silencio de la noche se interrumpió por las risas de sus compañeros que  escuchaban putear por lo bajo al flaco.

-          ¿Qué pasa? ¿No podes? – Ironizó Álvaro mientras hacía girar sobre su dedo índice las llaves del auto.

Mostrando los dientes le arrebató las llaves de un veloz manotazo. Se irguió sobre el asiento y puso en marcha la máquina. Con la ventanilla baja y el codo señalando la oscuridad del campo comenzaron un viaje que duro mucho menos del tiempo trascurrido en sus cabezas.
Una mezcla de sensaciones los invadía. El nerviosismo y la alegría se enfrentaban a la angustia y el miedo.
Cuando comenzaron a divisar las luces de la despoblada avenida Libertad decidieron abandonar el auto en una solitaria entrada de cochera.

-          Lo dejamos acá, así lo denuncian rápido y no nos metemos en quilombos  - resopló Mancuello algo compungido mientras clavaba el freno de mano.

Se bajaron del auto mirando para todos lados. Ninguno dijo nada .  Ahora andaban con paso firme y tenaz como quien está seguro de no haber cometido ningún ilícito, hacia la casa del gordo que quedaba a unas pocas cuadras. Sabiendo que habían aprendido algo o tal vez nada.

Por German Rodriguez.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario