-
Dale, pendejo
pelotudo – vociferó Mancuello mientras sostenía la caña con más perseverancia
que solidez. Y ante el silencio de su
receptor, continuó.
-
Déjate de joder con
las piedras, Álvaro por el amor de Dios…. La reputisima madre Álvaro, córtala.
El joven Mansilla reía ante la exasperación de su amigo. Habían
aprovechado el fin de semana largo del primero de mayo, para irse a pescar a
Mar chiquita, una pequeña residencia balnearia pegadita a Mar del Plata, con
los compañeros del restaurante.
1951 fue un año de dualidades para el Peronismo. La unión Cívica Radical
exhibía y proclamaba a Ricardo Balbin, el gran opositor del general y a Arturo
Frondizi como sus candidatos presidenciales en las elecciones venideras. Las
huelgas en los ferrocarriles golpeaban fuerte las puertas del gobierno y
Evita, pese al apoyo masivo y a las ideas extravagantes del ministro del interior Ángel Borleghi, rechaza
la propuesta política de la Confederación de los
trabajadores de formar parte de la fórmula presidencial debido a la presión militar.
-
Escuchaste lo de Evita – abrió el dialogo el gordo Titi.
-
No empieces a romper
los huevos con la política, gordo, te lo pido por favor.
-
Vos dedícate a pescar
boludo, que hace dos horas que estamos acá y no sacaste ni una mojarrita. –
Retrucó Titi hábilmente tomándose su
zona erógena.
-
Y como voy a sacar algo, si ustedes dos se la pasan
hablando pelotudeces y me espantan a los peces. - Gritó el flaco mientras
sacaba la caña de entre las escasas
olas. Había cortado la línea. De nuevo. Era la quinta vez.
Mancuello era una de esas personas que pontificaba la amistad, pero la pontificaba a las puteadas. Recurría al lunfardo por
pequeñeces. Le era sencillo homologar a la gente por sus defectos o
características físicas y solía hacer gala de su gran habilidad para poner
apodos. Alardeaba a las altas haber sido el primero que llamó “El chuleta” a Don Emilio, por su debilidad
hacia el bife de chorizo.
-
Es la carnada esta de
mierda que me vendieron, no sirve para nada. - Exclamó de pronto – Me cagó, el
viejo ese, me cagó.
-
Deja la caña Flaco,
vamo´ a tomar un vino a la orilla. No debe ni haber peces acá – dijo Álvaro
mientras intentaba en vano hacer rebotar una piedra contra el agua.
En la semana el veterano mozo, había hablado de su
gran habilidad en el rubro de la pesca. Entonó
historias de cuando su tío lo llevaba de
chico a la Laguna de los padres a largas jornadas de bote junto a su tía
Susana. Sin escasear en aforismos se
proclamó el futuro de la pesca Marplatense.
Tras los fatídicos intentos de convalidar sus
pergaminos, ocultó su propia vergüenza entre inescrupulosos insultos a sus dos
amigos.
- Con ustedes dos no se puede venir a pescar – repetía
a cada rato interrumpiendo toda conversación.
El atardecer dejaba su marca en los confines del
océano atlántico y los tres muchachos
disfrutaban del brillo del sol, que pegaba sin arder en sus mejillas. Unas
cinco botellas de vino Toro y otra de
sidra la
victoria se acumulaban vacías
sobre sus pies, al borde de la desaparición física entre la arena mojada y las
olas que comenzaban a anunciar el cambio de marea.
- Che, ¿qué hora es? -
preguntó el gordo sin sacar las
manos entrelazadas de atrás de la nuca.
- Ni idea, deben ser las seis y media – Intentó
adivinar Mancuello sin mucho énfasis.
-
Las siete – contestó
Álvaro con la botella de vino detenida junto a sus labios.
El gordo Titi intentó levantarse pero velozmente
volvió a chocar contra la arena. En la escasa maniobra se pudo denotar su estado
etílico. Con la mitad de la cara adornada de arena y mientras aplaudía la
suciedad de sus manos, sentencio:
- El ultimo micro
pasa a las siete, sino lo agarramos cagamos.
- No pasa nada, en un rato vamos. Seguro a las ocho
pasa otro. - asegurò Mancuello.
La noche comenzó a caer y la soledad de la ruta once a Mar del Plata hacía suponer que a las
ocho no iba a pasar ningún micro.
-
Me parece que nos
vamos a tener que quedar a dormir acá – puntualizó Álvaro.
Las horas pasaban y ningún coche aminoró su andar al
verlos. El gordo Titi y Mancuello exhibían su
dedo a los pocos automovilistas que recorrían a gran velocidad aquel camino
mientras que Álvaro se escondía
tras un viejo sauce como quien se oculta
en los dogmas de una nueva religión que no termina de entender.
-
Mejor empecemos a
caminar.
A paso lento y zigzagueante, veían complicarse la proeza de que alguien los llevara.
-
Mira ahí… - dijo el
flaco mientras extendía de manera amplia y voraz su mano izquierda - hay un
auto estacionado, vamos a preguntarle si va pa´ Mar del Plata.
-
Corre pendejo, no
vaya a ser que se nos escape.
Las zancadas del joven Mansilla era exageradamente amplias y al llegar
al Citroën 2 Cv rojo, se dio cuenta que no
había nadie en su interior.
Los tres Marplatense se miraron como preguntándose qué hacer, pero
sabiendo bien cuáles eran los pasos a seguir.
-
Allá hay una estancia
debe ser del dueño.
- Ya lo abrí – interrumpió
Mancuello con un semblante admirable – vamos métanse que nos vamos a Mar del
Plata.
El veterano desarmó hábilmente el panel y como tratándose de una película
de James Bond empezó a entrecruzar los cables de contacto. El silencio de la
noche se interrumpió por las risas de sus compañeros que escuchaban putear por lo bajo al flaco.
-
¿Qué pasa? ¿No podes?
– Ironizó Álvaro mientras hacía girar sobre su dedo índice las llaves del auto.
Mostrando los dientes le arrebató las llaves de un
veloz manotazo. Se irguió sobre el asiento y puso en marcha la máquina. Con la
ventanilla baja y el codo señalando la oscuridad del campo comenzaron un viaje
que duro mucho menos del tiempo trascurrido en sus cabezas.
Una mezcla de sensaciones los invadía. El nerviosismo
y la alegría se enfrentaban a la angustia y el miedo.
Cuando comenzaron a divisar las luces de la despoblada
avenida Libertad decidieron abandonar el auto en una solitaria entrada de
cochera.
-
Lo dejamos acá, así
lo denuncian rápido y no nos metemos en quilombos - resopló Mancuello algo compungido mientras
clavaba el freno de mano.
Se bajaron del auto mirando para todos lados. Ninguno
dijo nada . Ahora andaban con paso
firme y tenaz como quien está seguro de no
haber cometido ningún ilícito, hacia la casa del gordo que quedaba a unas pocas
cuadras. Sabiendo que habían aprendido algo o tal vez nada.
Por German Rodriguez.
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