Sentía el
odio visceral en sus palabras y la irreversible cólera de sus alaridos. Un
manto tristemente lúgubre inundaba las paredes de aquel departamento en la
calle Brown. Durante años imaginé vivencias, teoricé intangibles patrones de
dolor y vergüenza. Ya era la hora de despedirme, de alejarme definitivamente de
esa historia que jamás conocí. Por las noches suponía rostros creados de voces
ahogadas en penas y resentimientos. “El
odio solo inspira odio” concluía con sentenciosa elegancia, ajeno a toda
situación.
Cada velada
el desenlace era similar, sin mermar en la natural astucia de los héroes,
rebosaba mis odios en la almohada a la
espera de un fin sin intervenciones iconoclastas. Vestigios y retazos
liados a la muerte y al existencialismo advertían en mí finales inusitados
tiempo atrás. Trasmuté sentimientos en una desprolija imprenta que invitaba a
soluciones drásticas. Pasé el sobre por debajo de la puerta y luego ajustè la
madera. Sin esperar respuesta, me senté
a esperar preguntas. Ojeé las páginas de algún libro y recorrí mentalmente renglones
que ya conocía de memoria. Oí gritos intensos y desesperados golpes en la
puerta. La edad no les permitía grandes esfuerzos. La madera se mantenía firme. Inamovible. Abandoné la lectura por unos
segundos para esbozar una sonrisa exagerada. El monóxido de carbono ya se
estaba colando en mi departamento. Tomé unos cigarrillos de sobre la mesa,
volví a abandonar el libro en la ya desmantelada biblioteca y dirigiéndome a la
salida saqué el taco de sobre la puerta y descubrí el caño ventilador. Recogí
la carta, la metí en mi bolsillo y me dirigí al bar de la esquina a escuchar
las sirenas.
Por German Rodriguez
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