- ¿Sigues aquí? - me dijo el, con ese despotismo que tanto amaba. No
pude responder. Ya no esperaba nada de la vida. Conocía muy bien la salida pero
no tenía el valor para cruzar aquella puerta y no saber nada más de su vida.
A veces creo que sigo respirando un pasado funesto que no quiero o puedo
olvidar.
- Ándate de mi casa – musitó como para sí mismo. Sus ojos expresaban
un odio inalcanzable. Y yo seguía tirada en el sillón, llorando como una
imbécil. – Decime que todo estará muy bien – pensaba. Teniendo la absoluta
certeza que nada estaba bien. Ese escudo que se elevó sobre mí, me hacía
temblar, no tenía el valor para siquiera mirarlo. Para mentirle y decirle que
todo iba a estar bien. El peso de su palma cayó nuevamente sobre mí, evaporando
la saga de sentimientos que invadían mi mente. El primer telón había caído.
Nada estaba claro.
-
Puta de mierda - me volvió a decir. Eso es
lo que era yo. Una puta. Una puta de mierda. No podía disuadirlo de lo
contrario. Tampoco podía intentarlo. Estaba convencido de ello. Quizás era
verdad. Y siempre fui eso. Una puta. Una puta de mierda.
- ¡Deja de llorar, pelotuda!- gritó un segundo antes de tomarme por los pelos
y tirarme al piso. Me miraba con un resentimiento demasiado tangible. Ensayé
una frase en mi cabeza que no me animé a pronunciar y luego, negro. Una oscuridad abrazante y opresiva.
Nada. No más imágenes, ni sonidos. No más sillones, ni televisores. Negro. Los
celos y el amor se desvanecieron en la obsesión. Solo negro. Como el alma del
golpeador. Como la conciencia social de un estado ausente y permisivo con el
patriarca.
Por Germán Rodriguez
No hay comentarios.:
Publicar un comentario