miércoles, 22 de febrero de 2017

Hermano

Cuando desperté me sentí raro, algo en mi había cambiado, ya no me invadían los gustos subversivos, ni los placeres clandestinos, ya no deseaba emborracharme, ni siquiera prender un cigarrillo. A mi lado yacía envuelta entre sabanas una persona que solía detestar pero que ahora amaba con esa locura a la que no le caben adjetivos. Intenté, en vano, prender el velador de sobre la mesa de luz. Ninguno de los dos elementos se encontraba en su lugar. A decir verdad, yo tampoco me encontraba donde debía. La cama era más amplia y las sabanas de un color rosado con pequeñas flores blancas estampadas. La habitación estaba en penumbras pero tenía la certeza que jamás había estado allí. Con algo de desgano logré levantarme y dirigirme al baño. Pasé las manos por sobre mi cabello y estaba notoriamente más corto y peinado, quise soltar un grito pero la paciencia le gano la pulseada a la desesperación. Mi barba también había desaparecido y una afeitada al ras decoraba mi cara, encontré algunos granos que no solían estar y un lunar, al cual le sobresalia un pelo grueso y oscuro, junto a mi labio inferior. Mis ojos ya no eran verdes, ahora trasmutaban un matiz pardo con pequeñas manchitas rojas. Escuché que alguien me llamaba, no era mi nombre, por supuesto, pero sabía que se dirigía a mí – En el baño – respondí con seguridad.  Ella me abrazó por la espalda y recostó sus manos por sobre mis hombros, sus cabellos caían brevemente sobre mi cuerpo y podía sentir su grasa abdominal apretándome la columna. Susurró algo a mi oído y contesté con un beso suave en la mejilla. Cargué mis palmas de agua y las refregué por mi rostro. Debía ir a la fábrica, lo sabía. Mecánicamente me vestí y bajé a desayunar. Un tazón de café me esperaba junto a mi esposa. Su sonrisa esbozaba la felicidad que sus palabras escondían, discutimos sobre algunos gastos y se fue dando un portazo. No me importo mucho. La fábrica me era extrañamente familiar, todos me saludaban con abrazos fraternales y chistes sobre la derrota de mi equipo el domingo pasado. Me querían. Me querían mucho. Empalmé algunos juguetes como si mi vida dependiera de ello. Al mediodía pedí una hamburguesa en la confitería de la esquina y luego volví a trabajar, sin tener segundos pensamientos sobre la explotación y la relación de dependencia obrera. Tan solo cumplía mi labor. Por la tarde un compañero me sugirió unirme al sindicato pero negué la invitación con una mirada entrañable y una pregunta de difícil resolución - ¿Para qué? –.  Intentó disuadirme con argumentos un tanto condescendientes. Pero en mi cabeza ya no cabía la disyuntiva social. Se fue murmurando algo por lo bajo. Tampoco me importo.
La cena estaba sobre la mesa y ella esperándome junto al televisor, vimos un programa de preguntas y respuestas en las que ni siquiera intenté acertar. Me reía de los participantes. Su día había estado algo atareado, debí escuchar. Su patrón, que también era su tío, menospreciaba sus capacidades y le faltaba constantemente el respeto. Soslayó ideas fugaces sobre la justicia y noté algo de frustración en su voz. Estiré la mano por sobre la mesa y con mi pulgar rasqué su muñeca – Ya está – Musité. Creyendo en la permutación de aquellas dos palabras tan sinópticamente parecidas. Nos acostamos, hicimos el amor, nos abrazamos, luego volteemos y nos dormimos. Sabía que mañana seria otro día, tan igual a los anteriores que asustaba pero no tenía miedo, quizás, si algo de felicidad.




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