Bebía y leía. Murakami no era tan malo después de todo.
Comenzó a agradarme. De todas formas me recordaba a ella. A decir verdad y
odio admitirlo, todo lo hacía. Era viernes. Debía ir en busca de algo. Una
mujer. Una pelea. Algo. Pasaba la mitad de mi tiempo sentado en algún bar, aun
así, no me cansaba de ellos. Cada uno tenía algo que ofrecer.
-
Una cerveza – No tenía demasiado dinero. Nunca quise tener
demasiado dinero.
El dinero solo compra problemas. Alguien
debía haber escrito eso ya. Yo solo tenía tiempo. Y lo desperdiciaba pensando
en ella. Hace semanas que no sabía nada. Ya nada nos unía. Solo Murakami. Nunca
nadie te va a pisar tan fuerte como vos mismo, pensé. Alguien debe haber
escrito eso también. – Otra cerveza – El tipo de la barra se acercó e intento
una conversación. Contesté con una sonrisa. Nada de lo que ese tipo pudiese
decir me iba a importar. Salí a la calle. No quería estar ahí, ni en ningún
otro lugar. Era de noche. Hacia frio, le di otra vuelta a mi bufanda negra de
líneas rojas. Podría beber otra cerveza mientras caminaba, pensé. Encendí un
cigarrillo. Me gustaba ver como el humo salía de mi
boca y se mezclaba con las luces de la noche. Me hacía sentir importante. Vi a
una pareja discutiendo en la calle. Ella parecía muy enojada. Era atractiva. Él
no tanto. Pasé al lado, el hombre me miró avergonzado. Ella pareció no
verme. Seguía gritando. –Ese podría haber sido yo- susurré aliviado. Entré al bar de la esquina.
El lugar era un basurero pero la cerveza estaba fría y eso era lo único que me
importaba. No había música. El silencio acentuaba los sonidos de los borrachos.
A los verdaderos borrachos no les
importa nada más que estar tomando, no quieren música, no miran el celular, no
intentan hablar con una mujer, ni buscan respuestas a preguntas que nadie hizo.
El bar es una especie de submundo para ellos. Una iglesia. El alcohol ha hecho más
milagros que Jesús. Eso es un hecho.
La puerta se
abrió y se escuchó el sonido oxidado de
las bisagras. Una mujer entró y se sentó a mi lado
en la barra. Pidió un whisky y comenzó a llorar. Era ella, la que estaba
discutiendo en la calle. Me miró. Intenté esquivar la mirada pero estábamos
demasiado cerca.
-
Son todos iguales. –
afirmó con odio en su voz.
-
Creo que sí.
-
Son animales. –
continuó mientras sus dedos bailaban
sobre el vaso – No saben lo que es el amor.
-
¿Los animales?
-
Ustedes, los
hombres.
-
No, no creo que lo
sepamos, por eso somos más felices que las mujeres.
-
Usted no se ve muy
feliz que digamos.
-
Porque yo si se lo
que es el amor.
Su mano
se acercó a la mía. Nos tocamos. Había algo en la textura de su piel que me
llamó la atención. Intenté sostener la mirada pero algo me obligó a bajarla.
Quise besarla pero no me animé a hacerlo. Sentí que sacar provecho de su
vulnerabilidad no era justo ¿Pero acaso no es lo que hacen los hombres? Me pregunté.
Sacó una lapicera del bolso, tomó la palma de mi mano y anotó su número. Tenía
un buen pulso. Me tocó la frente y salió. Sonreí. Creo que había visto algo así
en una película. Apuré la cerveza de un trago. Parecía que mi suerte empezaba a
cambiar.
Por Germán Rodriguez.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario