Guau,
creo que he pensado esa respuesta todos los días desde que sucedió y aun no la
encuentro. Realmente no lo tengo claro. Mis ojos golpeaban el suelo y los
suyos, capaces de abrir las puertas de cualquier paraíso, observaban el vacío
como si fueran parte de él. Mi cabeza
parecía no estar en su lugar. Ella saltó sobre los escalones de la escalera de
chapa que daba a la calle y asomó sus cabellos al vacío. El viento jugaba con
sus rulos. Parecía no tener miedo a nada. Ni a la oscuridad, ni al precipicio.
Yo no supe que hacer, solté algunas palabras equivocadas y ella dijo “Tengo
miedo de perderte, de no decir adiós a tiempo” sonriendo con sus labios. Jamás lo
olvidare. Su voz, endeble, parecía al borde de apagarse para siempre. Como si
aquellas palabras le arrebatarían la vida. Mi boca se secó y mis ojos se
llenaron de lágrimas pero, ambos sabíamos que nos habíamos perdido tan
lentamente que nuestra esencia ya no existía y no había nada porque pelear. Que
algunas batallas es mejor no lucharlas. Ya no éramos los jóvenes soñadores que
nos habíamos enamorado. Todo sucedió tan calmo. Tan en paz. ¿Y sabes que
aprendí de ese día? Que la oscuridad se trasforma, o te come hasta que solo
queda ella, hasta que ya no queda nada de ti. Entonces saltó, sin que pudiese
hacer nada para evitarlo. Sin que importase. Saltó como todos deberíamos
hacerlo algún día. En ese momento algo murió en mí de manera instantánea. Los
pianos siguen sonando en mi cabeza ¿Sabes? Creo que jamás dejaran de hacerlo. Aún
hoy, tanto tiempo después, pienso que no había nada que decir realmente, que
cualquier palabra hubiese sido la equivocada. Y aunque ahora apenas conservo un
vago recuerdo de ella, que nada es tan nítido como solía serlo, ni su nariz, ni
su piel, suelo hablar de ella todos los días, de lo bien que se sentía estar
entre sus brazos. De que algunas batallas se ganan solo saltando.
Por German Rodriguez.
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