miércoles, 10 de agosto de 2016

El fuego arde

Entrelazaba diálogos impersonales consigo mismo en la búsqueda análoga de una respuesta sincera que sabía no llegaría. La bandana roja en la cabeza era apenas una señal algo presuntuosa de un amago de cordura. Flaco y arrugado bailaba por sobre los caminos polvorientos de un pueblo que no se animaba a recordar.
-          El fuego arde - repetía incansable por sobre la fogata que casi quemaba sus pies.
 Vendía libros decía, que él escribía también decía y decía que tenía un hijo que ya no veía y casi  que lloraba cuando lo decía.
-          El fuego arde – musitaba ya, sobre ronquidos de vino y bostezos de humo.
-          Mi padrecito acuéstese por aquel costado nomas que ya vencido esta – convencía la voz ronca de un amigo momentáneo, y se echó nomas por sobre las rosas, en un trocito de pasto que soslayaba la tierra removida.
-           El fuego arde – suspiraba para sí mismo.
Sí, mi viejo, arde como las noches estrelladas arden en la montaña.
Todos dormían porque al otro día se votaba y el fuego ardía y la noche amenazaba imprudente y el andaba, ya de vuelta por sobre sus pies descalzos y negros, y el fuego ardía y la Pachamama rugía omnipresente y los pasos se sucedían indelebles sobre improvisados senderos hostiles al borde de la extinción. Sus ojos daltónicos de alcohol visaban incómodos por sobre los parpados caídos pero el brillo le ardía como el fuego arde por sobre las brasas.
Sí, mi viejo, arde el fuego, como arde la literatura también como las camisas floreadas y las bandanas rojas también arden.


Los petardos anunciaban algo en el cielo, una victoria holgada, un nuevo mandato, que el ya no conocería, porque el fuego arde, mi viejo como los titulares de la provincia, como las urnas arden en Tucumán. Y los diarios hablaban de un viejo loco que gritaba y se caía que Duende le decían, que decía que escribía y que  tenía un hijo que no veía, que se llamaba Gustavo decía, que no existía decían. Y las vacas pintadas se camuflaban en las columnas empedradas. Se veía el cerro, mi viejo, porque era luna llena y la gente festejaba.


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