viernes, 11 de mayo de 2018

Bienvenidos a Locombia


Me había hecho  fama de soportar las golpizas con cierto decoro y creo que eso les gustaba. Les excitaba. Los guardias nunca se repetían. Cada uno aprovechaba sus cinco minutos de desquite social a su gusto. Esas veladas a solas con ellos tenían su encanto. Había algo de romanticismo en eso. Para ellos era una especie de ritual. Para mí, el karma en forma de policía. Algunos solo me golpeaban y ni siquiera se preocupaban en mirarme. Lo hacían con desprecio, casi obligados. Otros solían insultarme antes de hacerlo, buscando excusarse. Pero los peores, los más violentos lloraban mientras  lo hacían, balbuceaban rezos y apretaban los dientes.  Me golpeaban hasta que sus propias manos comenzaban a sangrar. Luego le pedían a Dios que los perdonara por lo que habían hecho. No podía evitar sonreír y mostrar mis encías sangrando con cierta arrogancia, cuando me dirigían alguna palabra en inglés. Como si no supiesen que en Argentina se habla español. Eso los hacia enojar aún más - Ahora va a ver, gonorrea hijueputa, gringo de mierda - Tres noches podían detenerme, a las 72 horas se suponía que me deberían dejar ir. Pensé que iba a morir ahí. Al tercer día, un nuevo guardia entró a mi celda, este era mucho más viejo que los anteriores. El bigote no le dejaba ver el labio superior. Era gordo y honestamente no parecía policía, sino más un abogado o un juez. El pantalón se le caía y la corbata roja no le combinaba con la camisa. Me dijo algo al oído pero no lo llegué a entender. Esa fue mi última imagen de aquel calabozo en la CAI. Algo que jamás olvidaré y creo que todos los que alguna vez fueron detenidos recordarán el resto de sus vidas, es el olor. Ese hedor asqueroso que solo se encuentra en el fondo de una ratonera como esa. A partir de allí todo fue confuso, recuerdo que hubo unos gritos, y sillas que chocaban contra los barrotes, como una especie de motín, pero no podía ver nada. Tenía los ojos demasiado hinchados. Alguien me tomó del brazo y me puso una capucha. Cuando me la saqué el sol me dio directamente en la cara y me desperté en una  calle  lateral de La Candelaria, apenas a unos metros de donde me habían detenido. Con mi ropa rasgada, mis documentos en el bolsillo y el cuerpo repleto de hematomas. Todo parecía un sueño, uno de esos que nadie quiere soñar. Una sombra se acercó arrastrándose lentamente hacia a mí, bajé la cabeza y temí lo peor -  Bienvenido a Colombia – susurró suavemente el reciclador mientras me ayudaba a  levantarme y me ponía el bazuco en la boca.

Por Germán Rodriguez.




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