La
primera vez que la soñé estaba sentada en un bar, tras ella había un cielo
perfectamente estrellado. Usaba un sombrero de cuerina rojo y nada tenía mucho sentido. Recuerdo que el
mozo era muy alto y casi que no se le podía ver la cabeza. Me senté justo a su
lado. Intenté en vano cruzar una mirada pero ella parecía no verme.
Irresponsablemente le dije que la amaba, pero tampoco lo dije, al menos no en
palabras. Cuando desperté tenía la boca
seca como si hubiese estado hablando toda la noche pero no recuerdo ni siquiera
haber pronunciado alguna palabra en el sueño. La segunda vez todo se repitió de la misma
manera, solamente el mozo cambió. Un tipo gordo, sin pelo y de bigote blanco
fue quien me trajo una copa esta vez. Ella seguía sin mirarme. Le dije que la
amaba ahora y que eso era mucho más que para siempre. No respondió. Mis
estrategias variaban sueño a sueño, noche a noche pero la reacción era siempre
la misma. Ella jamás levantaba la mirada. Durante el día me desvivía planeando como
hacer para llamar su atención de una vez
por todas. Algunas noches no la soñaba y
todo parecía una pérdida de tiempo. Pero una noche fingí caerme sobre la mesa y
sus ojos se toparon con los míos. En un instante, la vi avejentada como nunca
pensé que la vería. A cada segundo sus arrugas se acentuaban más y más, sus
dientes se caían y su cabello parecía desaparecer como una marea en retroceso. Entonces la perdoné y olvidé de una vez por
todas porque la vida nos había separado. A veces, tan solo a veces, la vuelvo a
cruzar pero ya no intento mirarla a los ojos, ni decirle que la amo. Tampoco
intento tomarla de la mano, ni decirle que todo es un sueño.
Por German Rodriguez.
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