Ella se
estaba muriendo justo en frente mío. Casi sin vernos, permanecíamos a
centímetros de distancia. Nuestras manos jugaban a tocarse sin hacerlo. El
cuarto parecía un velorio, la gente iba y venía. Aún recuerdo sus caras de
pánico y compasión. Su desagrado por estar en ese lugar. Yo leía. Sumergía mis
ojos en las páginas de algún libro que pese a mis esfuerzos no logro recordar,
e ignoraba todo a mí alrededor. Leía. Como si aquello pudiese sacarme el dolor,
transportarme a algún otro lado. Ella no recordaba mi nombre, pese al amor que
sentía por mí, no lograba hacerlo. Su vida se consumía como las oraciones y los
capítulos. Leía. Pensando que quizás esas malditas páginas la salvarían y de
algún modo la harían eterna. Pero no, ella seguía ahí. Frente a mí. Muriendo
tan lentamente que pensé que lo haríamos juntos.
Los extraños se acumulaban en la sala de
espera a la expectativa de algún desenlace que los sacara de allí. Las sonrisas
tristes de las enfermeras diagnosticaban más ferozmente que las torcidas
palabras del Doctor de turno. Me estaba acercando a los capítulos finales, el ocaso
parecía inminente. Leía. Esperaba el final, quería saber cómo me sentiría con
él. Como me golpearía la tristeza de no
volver a verla a los ojos, ni de ayudarla a sostener su bastón. Leía. Otro
ciclo terminaba. Imaginaba en mi cabeza que ella se salvaba. Que todos caminábamos
felices fuera de aquel lugar. Imaginaba. Pero el final siempre es el final y ya
no había más oraciones que interpretar, ni salas donde esperar. Tampoco estaban
sus ojos arrugados, ni su bastón de madera con punta de goma. Solo el fin, el punto y la nada.
Por German Rodriguez.
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