viernes, 5 de enero de 2018

Ama


Ella se estaba muriendo justo en frente mío. Casi sin vernos, permanecíamos a centímetros de distancia. Nuestras manos jugaban a tocarse sin hacerlo. El cuarto parecía un velorio, la gente iba y venía. Aún recuerdo sus caras de pánico y compasión. Su desagrado por estar en ese lugar. Yo leía. Sumergía mis ojos en las páginas de algún libro que pese a mis esfuerzos no logro recordar, e ignoraba todo a mí alrededor. Leía. Como si aquello pudiese sacarme el dolor, transportarme a algún otro lado. Ella no recordaba mi nombre, pese al amor que sentía por mí, no lograba hacerlo. Su vida se consumía como las oraciones y los capítulos. Leía. Pensando que quizás esas malditas páginas la salvarían y de algún modo la harían eterna. Pero no, ella seguía ahí. Frente a mí. Muriendo tan lentamente que pensé que lo haríamos juntos.

 Los extraños se acumulaban en la sala de espera a la expectativa de algún desenlace que los sacara de allí. Las sonrisas tristes de las enfermeras diagnosticaban más ferozmente que las torcidas palabras del Doctor de turno. Me estaba acercando a los capítulos finales, el ocaso parecía inminente. Leía. Esperaba el final, quería saber cómo me sentiría con él.  Como me golpearía la tristeza de no volver a verla a los ojos, ni de ayudarla a sostener su bastón. Leía. Otro ciclo terminaba. Imaginaba en mi cabeza que ella se salvaba. Que todos caminábamos felices fuera de aquel lugar. Imaginaba. Pero el final siempre es el final y ya no había más oraciones que interpretar, ni salas donde esperar. Tampoco estaban sus ojos arrugados, ni su bastón de madera con punta de goma. Solo el fin, el punto y la nada. 

Por German Rodriguez.


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